Mi intención es explicaros una receta de gurullos, muy típica de Almería. Pero como sabéis me enrollo como una persiana y antes de eso os voy a explicar un poco la historia de mi familia. A través de ella comprenderéis cómo se forman y enriquecen los recetarios que pasan de abuelas a madres.
Mi familia procede de Almería, de un pueblo pequeño a la orilla del mar que se llama Garrucha. Debe el nombre al tipo de polea que se emplea en los pozos para subir el cubo con el agua y del cual existía un antiguo vestigio en el pueblo. No creo que sea una villa muy antigua porque la costa almeriense era atacada por los piratas y, al igual que en prácticamente todo el levante español, los asentamientos pequeños son más bien tardíos. Eso sí, hubo presencia humana desde tiempos inmemoriales. Garrucha tuvo un tiempo de gloria a mediado del siglo XIX debido a las explotaciones mineras mientras que en la actualidad vive de la pesca y el turismo. Garrucha limita con Vera y Mojácar. En Mojácar es costumbre pintar en las puertas de las casas un dibujo antropomorfo de un individuo que parece sostener un arco sobre la cabeza. Es el famoso Índalo, una pintura rupestre encontrada en el municipio almeriense de Vélez-Blanco realizada durante el neolítico. El Indalo ha pasado a constituir el símbolo de Almería y de todos los almerienses cuyas casas, coches y negocios suelen reflejarlo se hallen donde se hallen.
Pues bien, mi abuela materna nació en Garrucha en 1917, en el seno de una humildísima familia en la que el cabeza de familia era fogonero ocasional en barcos mercantes. Mi bisabuelo tenía cierta tendencia a empinar el codo y a olvidar durante semanas el paradero de su casa aunque no le faltaba cierta capacidad emprendedora. Cuando era joven estableció una fábrica de ladrillos en Cuba pero tuvo que dejarlo cuando "le robaron todos los ladrillos" (palabras textuales de mi abuela) por lo cual siempre me pareció un negocio muy precario puesto que un simple robo fue capaz de arruinar al pobre hombre. Mi abuela tenía tres hermanos y su infancia fue feliz pero llena de estrecheces. Vamos, que se daban la enhorabuena por poder comer cada día. Tengo un saco lleno de anécdotas, como el odio que tenían hacia unos vecinos que hacían demasiado ruido con los platos y cucharas para darles a entender "que ellos sí comían" o aquella vez que los cuatro hermanos recogieron de la playa una gaviota con el ala rota para convertirla en su mascota. El bicho, reacia a ser mascota de nadie, se parapetó debajo de una cama y los cosió a picotazos.
Mi abuela era la hermana mayor y pronto ayudó a su madre en el cuidado de sus hermanos. Ahí recibió sus primeras lecciones de recetas propias de Almería, y aunque ella arrugaba el ceño para indicar que poco aprendió porque poco había que llevar al puchero, algo quedó de todo aquello.
Mi abuela se casó con 17 años. Se fijó en ella el hijo de una familia acomodada. Era la oveja negra de la familia. Era sindicalista de izquierdas y se dedicaba a aleccionar en los muelles de Garrucha a los trabajadores de las minas sobre lo que debían cobrar en realidad y qué tenían que exigir a los patronos. Se hizo ver en demasía así que cuando estalló la Guerra Civil fue de los primeros en desaparecer. No se sabe cómo. Almería fue fiel a la República y no cayó ante las tropas franquistas hasta muy avanzada la contienda. Tal vez pasó a Granada y fue fusilado o se unió a las tropas republicanas para caer en combate en lugar y tiempo desconocido. Lo cierto es que mi abuela tuvo que huir de Garrucha con una niña de pocos meses, mi madre, cuando aún no había finalizado la guerra. Sé que pasó por Murcia y luego estuvo un tiempo en Fraga, esperando el momento en que la guerra finalizase y así poder pasar a Barcelona, donde otros almerienses le podían ayudar a iniciar una nueva vida. Aquel viaje de varios meses, a través de una España en guerra, debió de ser épico. No sólo se trataba de una presunta viuda de un militante sindicalista sino que además llevaba con ella una niña de pocos meses y encima hizo la totalidad del viaje a través de la zona nacional. Lamentablemente he perdido los detalles pero sé que en cada parada tenía que ponerse a trabajar en lo que podía - labores del campo, incluso en la lavandería para las tropas italianas y nazis - y aprendió algo de cada cocina regional. En nuestra casa siempre se comió el ajo cabañil, típico de Murcia, que explícitamente decía haber aprendido durante la guerra. Supongo que de Fraga, donde su permanencia fue mayor, también aprendió alguna receta que no nos legó (ella tampoco era muy consciente de que su pasado era un legado para nosotros).
Cuando termina la guerra puede dar finalmente el salto a Barcelona donde con la ayuda de sus paisanos y esfuerzos ímprobos pudo ir subsistiendo. Limpiaba casas, hacía coladas y llego a servir en varias casas. En una de ellas tuvo suerte. Se trataba de una familia de judios austríacos que habían escapado de los horrores nazis. Por aquel entonces (1943, tal vez 1944) estaba bastante claro que Alemania iba a perder la guerra y Franco, conocedor del Holocausto, no quería ser juzgado por la Historia como al resto de asesinos nazis. Así que tímidamente abrió la puerta para que grupos de judíos se establecieran momentáneamente en nuestro país, principalmente en Barcelona, pero conminándolos a marcharse en cuanto fuera posible. Fueron muy pocos los que se beneficiaron de esta "gracia" y desde luego el dictador no les tenía ninguna simpatía. Sólo se trataba de una jugada "por si acaso".
Mi abuela se refería a ellos como "los franceses", pero desde luego estoy casi seguro que se trataba de judios austríacos. Tal vez procedieran de la Francia de Vichy pero las recetas que cocinaba la señora de la casa con abundancia de repostería me indican que eran con toda seguridad austríacos (las amas de casa austriacas son famosas por su destreza culinaria, si me permitís el tópico. Si os invitan a una casa austriaca a comer en plan familiar, nunca digáis que no, suele tratarse de unos banquetes alucinantes). La familia se componía de un matrimonio de avanzada edad (pero no viejos), el hermano del padre (un doctor de aspecto imponente) y una hija que se había casado con un apuesto conde polaco (un gentil) que parecía mirar con gesto despreciativo a aquellos judios con los que tenía que convivir por pura obligación y hacia el cual la esposa sentía auténtica y a veces triste devoción. Pero alrededor de la reconfortante mesa bullía toda una pequeña comunidad de judios, tanto sefardíes como askenazíes, que encontraban en aquella casa un refugio tranquilizador, aunque fuera por unas horas, antes de continuar con la búsqueda de un modo de escapar a otros países menos deprimentes. Y eso que a menudo discutían acaloradamente durante horas.
La familia austríaca esperaba con resignación que la Guerra Mundial acabara para marcharse a vivir a los Estados Unidos con otra hija que ya residía allí. Debía ser gente encantadora porque los recuerdos de mi abuela y de mi madre siempre los situaban en los altares. Nunca hablaron ni una palabra de castellano pero mi madre, por alguna razón, entendía lo que decían aunque ella tampoco conocía su idioma. Por esta razón la pequeña se volvía indispensable para ir a comprar al mercado, para trapichear con el mercado negro o para transmitir las órdenes al servicio. Se encariñaron tanto con ella que le organizaron un fastuoso banquete el día en que se enteraron que celebraba su santo. Podemos imaginar a esa pobre gente que lo había abandonado todo y que sospechaban, con algo más que sospecha, que los familiares y conocidos que habían dejado atrás ahora estaban muertos ilusionándose con el santo de una niña de diez años.
Y de aquella casa que se desvaneció cuando por fin partieron a América, mi abuela aprendió algunas recetas europeas que de otro modo nunca nos hubieron llegado.
Cuando a mi abuela la declararon viuda se volvió a casar con un catalán, Josep Roca. Aunque no era mi auténtico abuelo para mi fue el real, el que llegué a conocer. Sólo cuando fui algo mayor me explicaron lo de mi abuelo almeriense y sentí pena por no llevar en mi sangre la sangre de Josep. Cuando mi abuela lo conoció trabajaba en una granja de la calle Providencia, en el barrio de Gràcia de Barcelona. Antiguamente existían granjas dentro de la ciudad, es decir, establos de vacas de las que se extraía la leche, la nata, mantequilla y derivados para venderlas frescas en la tienda anexa. Con el paso del tiempo y por motivos de higiene aquellas granjas se fueron cerrando.
Josep Roca era un tipo especial. Fue abandonado de pequeño - no se bien si se su familia no lo pudo mantener o bien lo dejaron de recién nacido - y adoptado cuando tenía unos diez años. La familia que lo adoptó no mostró hacia él ningún tipo de afecto : de inmediato le pusieron a trabajar como aprendiz de diferentes oficios. Constantemente le recordaban su condición de adoptado y que si no estaba contento le podrían retornar en cualquier momento en la inclusa. Josep Roca era una persona extremadamente sensible y bondadosa, de ese tipo de personas que no entienden lo que significa la palabra egoismo. Por eso aquellos años de su infancia le dejaron profundamente tocado. En cuanto fue joven se marchó de aquel "hogar". Fue boxeador e incluso estuvo tentado a marcharse con un circo italiano que le ofreció un puesto como forzudo (aunque mi abuelo siempre fue enjuto y de dimensiones mas bien modestas). Cada año celebraba el día que le pegaron un tiro en la pierna mientras defendía la República porque de este modo se había librado de la guerra. Cuando Josep conoció a mi abuela Isabel no le importó que tuviera una niña. Es más, volcó en ellas todo el amor del que careció durante la infancia y fue el mejor padre y el mejor abuelo que nadie podría haber tenido. Es lo que tienen las personas que ya nacen generosas. Se puede decir que tuve dos abuelos entregados a los demás. El primero a lo exaltado, defendiendo a los trabajadores. El segundo calmado y tranquilo, defendiendo a su familia.
Mi abuelo murió el 1973 cuando yo tenía 6 años. Demasiado pronto para guardar de él mas que una imagen borrosa así que todos los detalles de su vida los conocí más tarde. Mi abuela me acompañó muchos más años y con ella sus guisos, ahora enriquecidos con las recetas catalanas que mi abuelo le pedía.
De niños sentimos curiosidad por todas las cosas y el pueblo de nuestra abuela nos la despertaba especialmente. Los hermanos nos sentíamos atraidos por el extraño nombre del pueblo y cuando la interpelábamos al grito de "¡Garrucha!" ella respondía con la coletilla "¡chucha!", un poco hastiada de hablar siempre de lo mismo. Cuando le conseguíamos sacar algo del pueblo - que no era fácil - nos quedábamos embobados con unas historias surrealistas que ni Buñuel ni Dalí se hubieran atrevido a plasmar. Pero cuando hablaba de los platos típicos de Garrucha había uno que nos erizaba los pelos como escarpias : los gurullos. Si pronunciar el nombre nos producía angustia no hace falta decir que jamás nos atrevimos a catarla.
La verdad es que no se si mi abuela echaba de menos o no Garrucha. No le gustaba hablar demasiado del pueblo excepto en sus últimos años pero aún así lo primero que recordaba era lo mal que lo pasó allí. Jamás volvió. Ni tampoco mi madre. El miembro de la familia que más cerca estuvo de volver fui yo hace unos años. Hice unos trabajos en un hotel de Murcia y durante un tiempo muerto hice algunos kilómetros en dirección a Garrucha. Una llamada urgente truncó el viaje.
Afortunadamente uno crece y ahora en la cuarentena los nombres ya no le repelen. Hasta he aprendido que las gastronomía de Almería es extraodinariamente rica. Me asombra la cantidad de pucheros - de los que soy muy aficionado - que presenta, como el guiso de trigo o estos gurullos con conejo que ahora os describo. Va por ti, yaya.
GURULLOS CON CONEJO
Los gurullos son un tipo de pasta muy parecidos a los piñones de trigo duro que se pueden comprar en cualquier supermercado. No obstante se suelen hacer de forma casera aunque lo correcto sería hacerlos con harina de trigo duro, no con la harina convencional.
INGREDIENTES (4 personas)
1 conejo grande cortado en trozos
200 gramos de judias blancas cocidas
150 gramos de harina de trigo duro
3 tomates maduros
1 pimiento rojo seco (a veces utilizo un par de tomates deshidratados)
1 diente de ajo
1 cebolla grande morada de "Figueres"
Aceite virgen extra de oliva
Sal
Pimienta
Media cucharadita de azafrán
Para hacer los gurullos hacemos un volcán de harina. En el centro vertemos algo menos de medio vaso de agua y un chorro de aceite de oliva, además de una pizca de sal. Amasamos hasta dejarla al punto de horneo (es decir, muy amasada). Ahora cogemos pedacitos pequeños de masa y hacemos unos fideos de unos cuatro milímetros de diámetro. De estos cordones pellizcamos pedacitos del tamaño de un grano de arroz. Los dejamos sobre un paño de algodón secando durante 24 horas sin que se toquen entre sí.
Para hacer este cocido es preferible emplear una olla de barro. En ella vertemos aceite de oliva y freímos la cabeza de ajo y el pimiento seco. Cuando están bien fritos los sacamos y los majamos en el mortero. A continuación salpimentamos los trozos de conejo y los freímos ligeramente en el mismo aceite. Picamos la cebolla y los tomates maduros sin piel ni semilllas y los incorporamos al conejo. Echamos un poco de sal para que la cebolla sude. Cuando empieza a estar dorada incorporamos agua o caldo de pollo hasta cubrir la carne. Rompemos el hervor echando al caldo las judias blancas (ya deben estar cocidas) y los gurullos aromatizando con el azafrán y el majado que antes habíamos preparado. Para chuparse los dedos.
Pues bien, mi abuela materna nació en Garrucha en 1917, en el seno de una humildísima familia en la que el cabeza de familia era fogonero ocasional en barcos mercantes. Mi bisabuelo tenía cierta tendencia a empinar el codo y a olvidar durante semanas el paradero de su casa aunque no le faltaba cierta capacidad emprendedora. Cuando era joven estableció una fábrica de ladrillos en Cuba pero tuvo que dejarlo cuando "le robaron todos los ladrillos" (palabras textuales de mi abuela) por lo cual siempre me pareció un negocio muy precario puesto que un simple robo fue capaz de arruinar al pobre hombre. Mi abuela tenía tres hermanos y su infancia fue feliz pero llena de estrecheces. Vamos, que se daban la enhorabuena por poder comer cada día. Tengo un saco lleno de anécdotas, como el odio que tenían hacia unos vecinos que hacían demasiado ruido con los platos y cucharas para darles a entender "que ellos sí comían" o aquella vez que los cuatro hermanos recogieron de la playa una gaviota con el ala rota para convertirla en su mascota. El bicho, reacia a ser mascota de nadie, se parapetó debajo de una cama y los cosió a picotazos.
Mi abuela era la hermana mayor y pronto ayudó a su madre en el cuidado de sus hermanos. Ahí recibió sus primeras lecciones de recetas propias de Almería, y aunque ella arrugaba el ceño para indicar que poco aprendió porque poco había que llevar al puchero, algo quedó de todo aquello.
Mi abuela se casó con 17 años. Se fijó en ella el hijo de una familia acomodada. Era la oveja negra de la familia. Era sindicalista de izquierdas y se dedicaba a aleccionar en los muelles de Garrucha a los trabajadores de las minas sobre lo que debían cobrar en realidad y qué tenían que exigir a los patronos. Se hizo ver en demasía así que cuando estalló la Guerra Civil fue de los primeros en desaparecer. No se sabe cómo. Almería fue fiel a la República y no cayó ante las tropas franquistas hasta muy avanzada la contienda. Tal vez pasó a Granada y fue fusilado o se unió a las tropas republicanas para caer en combate en lugar y tiempo desconocido. Lo cierto es que mi abuela tuvo que huir de Garrucha con una niña de pocos meses, mi madre, cuando aún no había finalizado la guerra. Sé que pasó por Murcia y luego estuvo un tiempo en Fraga, esperando el momento en que la guerra finalizase y así poder pasar a Barcelona, donde otros almerienses le podían ayudar a iniciar una nueva vida. Aquel viaje de varios meses, a través de una España en guerra, debió de ser épico. No sólo se trataba de una presunta viuda de un militante sindicalista sino que además llevaba con ella una niña de pocos meses y encima hizo la totalidad del viaje a través de la zona nacional. Lamentablemente he perdido los detalles pero sé que en cada parada tenía que ponerse a trabajar en lo que podía - labores del campo, incluso en la lavandería para las tropas italianas y nazis - y aprendió algo de cada cocina regional. En nuestra casa siempre se comió el ajo cabañil, típico de Murcia, que explícitamente decía haber aprendido durante la guerra. Supongo que de Fraga, donde su permanencia fue mayor, también aprendió alguna receta que no nos legó (ella tampoco era muy consciente de que su pasado era un legado para nosotros).
Cuando termina la guerra puede dar finalmente el salto a Barcelona donde con la ayuda de sus paisanos y esfuerzos ímprobos pudo ir subsistiendo. Limpiaba casas, hacía coladas y llego a servir en varias casas. En una de ellas tuvo suerte. Se trataba de una familia de judios austríacos que habían escapado de los horrores nazis. Por aquel entonces (1943, tal vez 1944) estaba bastante claro que Alemania iba a perder la guerra y Franco, conocedor del Holocausto, no quería ser juzgado por la Historia como al resto de asesinos nazis. Así que tímidamente abrió la puerta para que grupos de judíos se establecieran momentáneamente en nuestro país, principalmente en Barcelona, pero conminándolos a marcharse en cuanto fuera posible. Fueron muy pocos los que se beneficiaron de esta "gracia" y desde luego el dictador no les tenía ninguna simpatía. Sólo se trataba de una jugada "por si acaso".
Mi abuela se refería a ellos como "los franceses", pero desde luego estoy casi seguro que se trataba de judios austríacos. Tal vez procedieran de la Francia de Vichy pero las recetas que cocinaba la señora de la casa con abundancia de repostería me indican que eran con toda seguridad austríacos (las amas de casa austriacas son famosas por su destreza culinaria, si me permitís el tópico. Si os invitan a una casa austriaca a comer en plan familiar, nunca digáis que no, suele tratarse de unos banquetes alucinantes). La familia se componía de un matrimonio de avanzada edad (pero no viejos), el hermano del padre (un doctor de aspecto imponente) y una hija que se había casado con un apuesto conde polaco (un gentil) que parecía mirar con gesto despreciativo a aquellos judios con los que tenía que convivir por pura obligación y hacia el cual la esposa sentía auténtica y a veces triste devoción. Pero alrededor de la reconfortante mesa bullía toda una pequeña comunidad de judios, tanto sefardíes como askenazíes, que encontraban en aquella casa un refugio tranquilizador, aunque fuera por unas horas, antes de continuar con la búsqueda de un modo de escapar a otros países menos deprimentes. Y eso que a menudo discutían acaloradamente durante horas.
La familia austríaca esperaba con resignación que la Guerra Mundial acabara para marcharse a vivir a los Estados Unidos con otra hija que ya residía allí. Debía ser gente encantadora porque los recuerdos de mi abuela y de mi madre siempre los situaban en los altares. Nunca hablaron ni una palabra de castellano pero mi madre, por alguna razón, entendía lo que decían aunque ella tampoco conocía su idioma. Por esta razón la pequeña se volvía indispensable para ir a comprar al mercado, para trapichear con el mercado negro o para transmitir las órdenes al servicio. Se encariñaron tanto con ella que le organizaron un fastuoso banquete el día en que se enteraron que celebraba su santo. Podemos imaginar a esa pobre gente que lo había abandonado todo y que sospechaban, con algo más que sospecha, que los familiares y conocidos que habían dejado atrás ahora estaban muertos ilusionándose con el santo de una niña de diez años.
Y de aquella casa que se desvaneció cuando por fin partieron a América, mi abuela aprendió algunas recetas europeas que de otro modo nunca nos hubieron llegado.
Cuando a mi abuela la declararon viuda se volvió a casar con un catalán, Josep Roca. Aunque no era mi auténtico abuelo para mi fue el real, el que llegué a conocer. Sólo cuando fui algo mayor me explicaron lo de mi abuelo almeriense y sentí pena por no llevar en mi sangre la sangre de Josep. Cuando mi abuela lo conoció trabajaba en una granja de la calle Providencia, en el barrio de Gràcia de Barcelona. Antiguamente existían granjas dentro de la ciudad, es decir, establos de vacas de las que se extraía la leche, la nata, mantequilla y derivados para venderlas frescas en la tienda anexa. Con el paso del tiempo y por motivos de higiene aquellas granjas se fueron cerrando.
Josep Roca era un tipo especial. Fue abandonado de pequeño - no se bien si se su familia no lo pudo mantener o bien lo dejaron de recién nacido - y adoptado cuando tenía unos diez años. La familia que lo adoptó no mostró hacia él ningún tipo de afecto : de inmediato le pusieron a trabajar como aprendiz de diferentes oficios. Constantemente le recordaban su condición de adoptado y que si no estaba contento le podrían retornar en cualquier momento en la inclusa. Josep Roca era una persona extremadamente sensible y bondadosa, de ese tipo de personas que no entienden lo que significa la palabra egoismo. Por eso aquellos años de su infancia le dejaron profundamente tocado. En cuanto fue joven se marchó de aquel "hogar". Fue boxeador e incluso estuvo tentado a marcharse con un circo italiano que le ofreció un puesto como forzudo (aunque mi abuelo siempre fue enjuto y de dimensiones mas bien modestas). Cada año celebraba el día que le pegaron un tiro en la pierna mientras defendía la República porque de este modo se había librado de la guerra. Cuando Josep conoció a mi abuela Isabel no le importó que tuviera una niña. Es más, volcó en ellas todo el amor del que careció durante la infancia y fue el mejor padre y el mejor abuelo que nadie podría haber tenido. Es lo que tienen las personas que ya nacen generosas. Se puede decir que tuve dos abuelos entregados a los demás. El primero a lo exaltado, defendiendo a los trabajadores. El segundo calmado y tranquilo, defendiendo a su familia.
Mi abuelo murió el 1973 cuando yo tenía 6 años. Demasiado pronto para guardar de él mas que una imagen borrosa así que todos los detalles de su vida los conocí más tarde. Mi abuela me acompañó muchos más años y con ella sus guisos, ahora enriquecidos con las recetas catalanas que mi abuelo le pedía.
De niños sentimos curiosidad por todas las cosas y el pueblo de nuestra abuela nos la despertaba especialmente. Los hermanos nos sentíamos atraidos por el extraño nombre del pueblo y cuando la interpelábamos al grito de "¡Garrucha!" ella respondía con la coletilla "¡chucha!", un poco hastiada de hablar siempre de lo mismo. Cuando le conseguíamos sacar algo del pueblo - que no era fácil - nos quedábamos embobados con unas historias surrealistas que ni Buñuel ni Dalí se hubieran atrevido a plasmar. Pero cuando hablaba de los platos típicos de Garrucha había uno que nos erizaba los pelos como escarpias : los gurullos. Si pronunciar el nombre nos producía angustia no hace falta decir que jamás nos atrevimos a catarla.
La verdad es que no se si mi abuela echaba de menos o no Garrucha. No le gustaba hablar demasiado del pueblo excepto en sus últimos años pero aún así lo primero que recordaba era lo mal que lo pasó allí. Jamás volvió. Ni tampoco mi madre. El miembro de la familia que más cerca estuvo de volver fui yo hace unos años. Hice unos trabajos en un hotel de Murcia y durante un tiempo muerto hice algunos kilómetros en dirección a Garrucha. Una llamada urgente truncó el viaje.
Afortunadamente uno crece y ahora en la cuarentena los nombres ya no le repelen. Hasta he aprendido que las gastronomía de Almería es extraodinariamente rica. Me asombra la cantidad de pucheros - de los que soy muy aficionado - que presenta, como el guiso de trigo o estos gurullos con conejo que ahora os describo. Va por ti, yaya.
GURULLOS CON CONEJO
Los gurullos son un tipo de pasta muy parecidos a los piñones de trigo duro que se pueden comprar en cualquier supermercado. No obstante se suelen hacer de forma casera aunque lo correcto sería hacerlos con harina de trigo duro, no con la harina convencional.
INGREDIENTES (4 personas)
1 conejo grande cortado en trozos
200 gramos de judias blancas cocidas
150 gramos de harina de trigo duro
3 tomates maduros
1 pimiento rojo seco (a veces utilizo un par de tomates deshidratados)
1 diente de ajo
1 cebolla grande morada de "Figueres"
Aceite virgen extra de oliva
Sal
Pimienta
Media cucharadita de azafrán
Para hacer los gurullos hacemos un volcán de harina. En el centro vertemos algo menos de medio vaso de agua y un chorro de aceite de oliva, además de una pizca de sal. Amasamos hasta dejarla al punto de horneo (es decir, muy amasada). Ahora cogemos pedacitos pequeños de masa y hacemos unos fideos de unos cuatro milímetros de diámetro. De estos cordones pellizcamos pedacitos del tamaño de un grano de arroz. Los dejamos sobre un paño de algodón secando durante 24 horas sin que se toquen entre sí.
Para hacer este cocido es preferible emplear una olla de barro. En ella vertemos aceite de oliva y freímos la cabeza de ajo y el pimiento seco. Cuando están bien fritos los sacamos y los majamos en el mortero. A continuación salpimentamos los trozos de conejo y los freímos ligeramente en el mismo aceite. Picamos la cebolla y los tomates maduros sin piel ni semilllas y los incorporamos al conejo. Echamos un poco de sal para que la cebolla sude. Cuando empieza a estar dorada incorporamos agua o caldo de pollo hasta cubrir la carne. Rompemos el hervor echando al caldo las judias blancas (ya deben estar cocidas) y los gurullos aromatizando con el azafrán y el majado que antes habíamos preparado. Para chuparse los dedos.