Nuevo libro

churrasic park - capitulo 15

 Capítulo 15º : ¿Dónde conseguir la comida?


“Lo que se vayan a comer los gusanos que lo disfruten los humanos”

Hildegarda de Bingen, madre abadesa

Del manuscrito “Así me lo cocino yo”, de Hildegarda de Bingen, siglo XI, aforismos conventuales y monacales de transfondo pecaminoso.


La forma aparentemente más sencilla y fácil de conseguir alimentos es directamente de origen, esto es, de las zonas agrícolas y ganaderas. Nada hay más gratificante que tomar las uvas a puñados directamente de la vid o atar una cuerda al cuello de un cabritillo huerfanito para conducirlo a tu vera como si fuera un perrete. Y de ahí a la olla con ajitos y un chorrito de aceite de oliva. 

Por desgracia la gente del campo tiene la inveterada costumbre de poseer escopetas cargadas de perdigones de sal. Tal vez porque no entienden que no les niegas las propiedad de los frutos de la Naturaleza, solo que los desplazas a zonas más próximas a tu persona.

Debido a este matiz, que unos y otros interpretan de forma diferente, nos vemos obligados a adquirir la comida en establecimientos destinados a tal efecto. No siempre, aunque las excepciones son más anecdóticas que efectivas. 

Podemos alimentarnos a base de catas gratuitas en supermercados bajo la mirada a veces curiosa, a veces cabreada, del azafato / azafata o bien comer la fruta que proporcionan algunos árboles plantados en la vía pública. Los más habituales son los naranjos, los nísperos, los palos santos, los madroños y los saúcos. 

Los naranjos de las vías urbanas mejor no catarlos ya que se trata de naranjas amargas con las cuales se puede hacer mermelada y poco más.

Los nísperos cada vez son más raros, al igual que los palo santos de los cuales solo quedan algunos ejemplares en parques, de los cuales dan buena cuenta pájaros como los mirlos y los gorriones antes de que puedas alcanzarlos en las altas ramas. Ventajas de poseer alas.

Los madroños son bastante más accesibles pero si empiezas a manosear los pocos que quedan es posible que te confundan con un oso y es curioso darse cuenta en ese momento de la cantidad de gente de la ciudad que tiene licencia de caza y guarda al menos una escopeta en su hogar.

Descartado coger a puñados los trocitos de queso de las bandejas de cata y también culminar con un postre ofrecido amablemente por el arbolado frutal urbano, ¿qué nos queda?

Existe toda una corriente de personas que abogan por evitar el enorme desperdicio generado por la sociedad de consumo.  Se les denomina de diversas formas, aunque lo más habitual es referirse a ellos como friganos o espigadores.

Se da la tremenda paradoja que en la actualidad se produce mucha más comida de la que la sociedad necesita, por lo que las familias y las empresas de distribución alimentaria lanzan a la basura una cantidad apreciable de la misma. Digo paradoja porque si se redistribuyera esa comida que acaba en el cubo de basura entre la gente que la necesita, literalmente no haría falta disponer de bancos de alimentos porque todos tendríamos las necesidades básicas cubiertas. 

Parece ser – y digo esto alzando los brazos mientras entrecomillo el “parece ser” - que obrando de esta forma lógica el sistema que conocemos se derrumbaría y de golpe volveríamos a una sociedad que se parecería, con suerte, a la que aparece en la película de Conan el Bárbaro.  No me preguntéis el por qué, pero cualquier sistema humano está basado en que sin desigualdad no hay prosperidad, algo que no comprendieron a tiempo los sistemas comunistas que ya no existen (y mira que lo intentaron con sus dachas y otras prebendas que disfrutaban los miembros de la élite política del partido).

Mi primer encuentro con friganos o espigadores – ignoro cómo se autotitulaba aquel grupo concreto – se produjo hace años, tras la anterior crisis del 2008 la cual, comparada con la del coronavirus, ya parece un bachecito sin importancia. 

En la parte de atrás de un supermercado, alrededor de las diez de la noche, se arremolinaba un grupo de gente a la espera que los empleados sacaran los contenedores con los alimentos que por estar cercanos a la fecha de caducidad iban a ser lanzados a la basura. Una vez se producía el descarte, los que esperaban se colocaban alrededor mirando con orden y sin molestarse entre ellos las bandejas de a-pollo, los packs de yogures y otros alimentos, haciéndolos desaparecer en bolsas de tela o rafia que portaban sin que por ello pareciera que acaparaban más allá de una necesidad mínima de subsistencia. Había para todos y en silencio, tal y como habían llegado, esperado y rebuscado, se marchaban.

Supuse que se trataba de gente desplazada por la situación económica pero entre ellos, como luego descubrí, había gente que no tenía ningún problema básico de subsistencia sino que simplemente consideraban el desperdicio de alimentos un acto casi criminal. Desprendidos del ansia consumista que nos consume, vivían de lo que recolectaban por las basuras no solo a nivel de alimentos, también para hacerse con ropa, muebles o electrodomésticos viejos a todo lo cual volvían a la vida con la satisfacción de saber que reutilizando lo descartado pasaban a poseer para vivir y no al contrario.

Si os repugna coger comida de la basura, aunque esté envasada y sea perfectamente apta para el consumo, así como acudir a la familia tal y como habíamos visto en capítulos pretéritos, ya solo os queda integraros en los canales habituales de distribución. 

La forma más básica de adquirir comida es acudiendo a las tiendas. Las hay cercanas a vuestra casa, a menos que viváis como ermitaños en medio del bosque o bajo tierra. En el último caso sed precavidos, puede que estéis muertos. 

Se trata de colmados, pequeñas tiendas de comestibles, supermercados de barrio o hasta mercadillos que aparecen de forma esporádica y donde puedes adquirir embutidos, verduras, fruta, bragas con tirantes y hasta piezas para un artefacto nuclear.  En uno de esos mercadillos, cercano a mi casa, se aprovisionó el programa nuclear iraní, así que poca broma con la aparente inocencia de los mismos.

Desde hace un tiempo también las gasolineras cuentan con tiendas de conveniencia donde incluso encuentras pan a cualquier hora del día, algo que no sale gratis.  A medida que te alejas de los horarios habituales del comercio minorista los precios aumentan. Con ello creo que se pretende castigar a los olvidadizos o a los descuidados, aunque no parece que con ello se rehabilite a los reincidentes pues he llegado a hacer cola para pasar por caja a altas horas de la madrugada sin parar de saludar a gente.

Antiguamente el comercio de alimentación minorista estaba compuesto de tiendecitas y sobretodo del mercado tradicional, de los cuales solía haber uno o dos por barrio y que concentraban casi el 100% de la oferta. A principios de los años 70 del siglo pasado aparecieron los supermercados, que eran algo innovador porque ofrecían unos productos – bebidas, limpieza, alimentación – que aunaban parte de la oferta de los mercados tradicionales y de las llamadas droguerías.

Fue la primera puñalada. De repente familias que habían vivido sin problemas de su pequeño negocio no eran capaces de competir con las grandes cadenas de distribución y cerraron. Los barrios perdieron la mitad de la oferta. Los mercados resistieron bastante bien hasta que los supermercados pasaron a ofrecer también producto fresco. Ya no hacía falta ir al mercado tradicional a hacerse con pescado, fruta y verdura. Todo se podía conseguir en el supermercado, que era como más joven, dinámico y moderno. Los mercados de toda la vida empezaron a languidecer. Aunque pueda parecer “rarito” muchos nuevos compradores optaban por el supermercado porque impedía el contacto con el vendedor. Era aséptico. No tenías que hablar con nadie, elegías lo que te daba la gana y no lo que el vendedor quería. Incluso era posible escoger los cortes de carne que antes no sabías ni pedir. Recuerdo muy bien haber acompañado a mi abuela al mercado tradicional y las peleas que esta sostenía para evitar que le colaran en la compra algunas piezas defectuosas. “Dame de la fruta de delante”, pedía al vendedor que se hacía el ofendido, porque según él la fruta de delante de la pila  y la de atrás era la misma. Luego, al llegar a casa y vaciar el carro a mi abuela le daba un patatús porque a pesar de las advertencias, de su vigilancia  y de la cara de ofendido del tendero, alguna pera medio podrida le había colado.

A los supermercados de barrio la hegemonía les duró bien poco. De repente, en 1980, se abrió el primer gran centro comercial de España. Se llamaba Baricentro y estaba localizado en Barberá del Vallés, a unos 20 kilómetros de Barcelona. A la manera de los grandes mall americanos, para llegar al mismo era necesario disponer de coche e ir expresamente a comprar. Aunque vivieras en la misma Barberá era imposible desplazarse a pie o en transporte público hasta Baricentro a menos que no te importara cruzar autopistas  y caminar por carreteras sin arcén con total desprecio por tu integridad física. 

Aún hoy en día no creo que haya un centro comercial más cercano a un núcleo urbano – desde entonces Barberá ha crecido hasta alcanzarlo – pero también más aislado. Es frecuente ver a gente que vive cerca, incluso portando carritos de la compra, sorteando el tráfico y la ausencia de aceras para llegar a ese paraíso prometido. Sin semáforos, atravesando la riada de coches y saltando por encima de los guardarrailes. Con un par.

En las inmediaciones del Baricentro, en aquel entonces, no había nada. No podías aprovechar el viaje para hacer algo más. Aquello era un páramo entre antiguas masías y polígonos industriales desolados por la crisis, así que más de uno se carcajeó de la iniciativa.

Recuerdo que el colegio nos llevó a visitarlo a los pocos días de haber sido inaugurado. Era bonito. Grande, con muchas tiendas y un gran supermercado, pero estaba vacío de gente. Paseamos por los grandes pasillos con las miradas de los dependientes clavados en nosotros, como si les fuéramos a rescatar de un angustioso tedio. Y no estoy exagerando. Por entonces ese concepto de ir con el coche al quinto cuerno para comprar era tan raro e innovador que pocos lo hacían.

Como todo es cuestión de acostumbrarse, unos pocos años más tarde los centros comerciales habían proliferado y los clientes se habían habituado a efectuar la compra con vehículo. Los que antaño se reían ahora temblaban ante la posibilidad de que un gran centro comercial se instalara cerca de su población. Alguien me describió el efecto como similar a la caída de una bomba. Tras la inauguración, en unos pocos meses, las ventas del comercio minorista caían en picado, afectando a todos los sectores en varios kilómetros a la redonda. 

Las primeras en caer eran las tiendas de electrodomésticos y los supermercados de barrio. Algo mejor les iba a aquellas dedicadas a la moda pero solo subsistiendo en los ejes comerciales para desaparecer totalmente del resto de la ciudad.

Lo peor fue cuando los políticos, los mismos que habían recalificado terrenos para cederlos a los centros comerciales, dejaron de hablar de comercio minorista para denominarlos “comercio de proximidad”. Como necesitaban los votos y la ausencia de tiendas perjudicaba a un segmento poblacional necesario para revalidar su mandato, convirtieron los centros comerciales en un enemigo a batir, aunque fuera solo verbalmente. Fue el momento de fomentar las compras locales, de hablar bondades del tendero al que vilipendiaban con impuestos abusivos, de favorecer que dejaras el coche y te acercaras caminando a comprar víveres. Fue tarde. Para entonces había tantos centros comerciales que el daño se lo hacían mutuamente porque los tenderos, que ya no se creían nada y estaban heridos de muerte, cerraban o se jubilaban.

Las tiendas acabaron tomadas por una oleada de inmigrantes que podían lidiar con los escasos márgenes obtenidos. El comercio  minorista se revitalizó pero ya en mano de pakistaníes, chinos, hindúes y marroquíes. Tomaron los negocios menos prósperos y a base de echar horas y conformarse con poco, los hicieron revivir. Se hicieron incluso con cafeterías y bares, a veces con el espíritu kamikaze del que se enfrenta a una petición de “sol y sombra” sin saber exactamente a qué se refiere el cliente.

En la distribución de alimentos nada dura eternamente. De repente un día, de no hace tanto tiempo, alguien empezó a hacer la compra por Internet. Ya no era necesario coger el coche y desplazarse. Bastaba con teclear la lista de la compra y efectuar el pago para que a una hora convenida el repartidor te llevara la compra a casa. En ese momento, sin ser conscientes de ello,  los centros comerciales comenzaron a difuminarse en el pasado. Igual que mucho antes lo hicieron los colmados, las droguerías, las tiendas de víveres... 

Tal vez está todo el sector de distribución de alimentos destinado a recoger las migajas que caigan y no interesen al comercio electrónico. Para el tendero pakistaní de la esquina no supone mayor problema. Nadie va a entrar en su tienda a hacer la compra semanal. Subsiste a base de pequeñas adquisiciones que complementan un olvido o una necesidad imprevista. En cambio los grandes centros comerciales son dinosaurios que evolucionan con dificultad. El cierre de uno de ellos es un problema para cualquier comarca. Proporcionan miles de puestos de trabajo y aportan mucho dinero a las arcas municipales. A pesar de ello, es posible que en los próximos años, tras la pandemia de coronavirus, veamos un cambio de paradigma en las costumbres del cliente y el cierre de algunos sea inevitable. Subsistirán los más cercanos a los núcleos urbanos, aquellos bien comunicados y no solo por medio del vehículo privado. Y a medida que los pequeños problemas derivados de la compra por Internet – entrega, distribución- se vayan solventando habrá de nuevo una hegemonía que, vaya usted a saber, durará lo que el cliente quiera que dure. Puede parecer que será lo definitivo, lo que seguirán viendo nuestros hijos y nietos, pero en esto de la alimentación nada es previsible.

Especialización

La tienda de víveres donde se puede conseguir de todo no es un negocio viable que pueda generar más allá de una mera subsistencia. Cuando se desea un negocio con beneficios lo mejor es la especialización.  

Hubo un tiempo en que prosperaron las fruterías pero estas presentan un problema para los propietarios y es el carácter perecedero de los productos que se venden. La fruta y la verdura se estropea con facilidad, volviéndose invendible. ¿Habéis visto las pilas de plátanos de color casi negro que algunas exhiben? No dudo que tras retirarles la piel estén comestibles, hasta con buen aspecto, pero pocos clientes se animan a adquirirlos. Y así el frutero, acuciado por el escaso margen, se ve obligado a seguir poniendo a la venta fruta que el mismo cliente descartaría de tenerla ya en casa. Así que muchas fruterías, tras la primera oleada, cerraron.

Otras tiendas que proliferaron hace años fueron las de congelados. La caducidad de loa alimentos quedaba solventada pero tuvieron que lidiar con el estigma de vender congelados, una apreciación que ya ha desaparecido. El cliente de la época en que empezaron a implantarse venía de una mentalidad de producto fresco y el congelado le parecía de menor calidad e incluso indicaba que el sabor quedaba alterado. Al igual que las fruterías, muchas de producto congelado desparecieron y solo permanecieron aquellas que amparadas dentro de cadenas de distribución fueron ganando adeptos a base de aguantar que el cliente cambiara, aunque fuera generacionalmente,  y ofreciendo una buena relación calidad/precio.

Claro que hay cosas que me enfadan de las mismas, sobretodo cuando venden piezas de pescado sueltas con un “glaseado de hielo” para darles un formato liso y regular, imagino que para hacerlas más fácilmente envasables. Luego llegas a tu hogar, descongelas, y te quedas con piezas de pescado diminutas donde antes había un bloque potente de hielo. ¿Compras hielo? Puede ser, por mucho que las tiendas de congelados indiquen que no es así, que el precio del hielo en peso va descontando del precio total. Debe ser un problema de la psicología del comprador, pero la sospecha me persigue.

Los nichos de mercado que mejor funcionan en la actualidad para la tienda de alimentación minorista son aquellos que tocan la fibra sensible del consumidor. Los convences de que un superalimento te protege del cáncer y es triplicar la ventas multiplicando por diez su precio original. Así prosperan tiendas de productos dietéticos, o supermercados ecológicos, de productos sin gluten, veganos...y así hasta el infinito. En ellos es imposible hacer la compra semanal – a menos que seas un potentado, claro – pero cubren ese poso de calma que necesitamos si compramos alimentos que se suponen saludables*, aunque a veces, de rebote, fastidien a colectivos que sí los necesitan.

* atención, spoiler : te vas a morir igual comprando superalimentos, pero con los bolsillos más ligeros

Es el caso de los celíacos. Este colectivo presenta un problema genético que les impide consumir productos con gluten. No es una indisposición pasajera, ni una intolerancia o alergia,  se trata de un problema muy serio que puede causar a quien lo padece complicaciones muy graves.

Hasta que se puso de moda comer alimentos sin gluten los celíacos se veían obligados a adquirir alimentos libres del mismo, tanto porque esta proteína no formaba parte de algún ingrediente como por ausencia de contaminaciones cruzadas, la mayoría a precios desorbitados. ¿Les ayudaba la Administración con alguna rebaja en el precio? Qué va.  

Más tarde alguien dijo, publicó o insinuó que el gluten era poco menos que veneno para el cuerpo y los compradores no celíacos que se convencieron de ello se pasaron al gluten-free. Esto en principio podría haber ayudado a los celíacos. Una ampliación del mercado provoca que más fabricantes aporten productos sin gluten y con ello la caída del precio está asegurada.

Ocurrió que muchos nuevos productos que ahora se vendían como sin gluten, adheridos a la moda, ciertamente no lo poseían pero no garantizaban que no hubiera trazas del mismo por contaminación cruzada, porque a fin de cuentas iban destinados a personas que no tenían en realidad ningún problema. De esta manera seguían siendo inadecuados para los celíacos. Por otro lado los precios no bajaron en exceso ya que la industria, siempre atenta a ganar unos céntimo extra, vio en la tontería de algunos una forma de obtener mayores beneficios. Conclusión : los celíacos siguen igual de jodidos, inmersos ahora, por si fuera poca,  en la confusión que genera la moda tontuna. ¿Les ayuda ahora la Administración? No, qué va.

Lo que comes también depende de la moda. Hace años en ningún menú de restaurante faltaba el cóctel de marisco o el melón con jamón, preparaciones de las que nadie se acuerda ya. Si revisamos cartas centenarias prácticamente no seríamos capaces de reconocer ni uno solo de los platos que publicitaban.  Con toda seguridad, si pudiéramos viajar al futuro otros cien años – despeinando durante un buen rato nuestras cejas – seríamos incapaces de reconocer la oferta de platos disponibles.

La comida se reinventa o se desplaza, a veces hasta se crea. A la col rizada, que existe desde hace milenios y era considerada comida de pobre, la llamas “kale” y puedes vender un par de hojitas por dos o tres euros haciendo creer que es la hostia en patinete y te va a salvar de una muerte prematura. A ver si eras capaz de hacer lo mismo si la sigues llamando  “col”. 

El desplazamiento de comida se realiza cuando vendes productos habituales en gastronomías ajenas. Hace años nadie conocía el humus, ni el tsatsiki. Incluso ocurría con productos españoles de una determinada región que se desconocían en la adyacente. ¿Quién sabía en Cataluña acerca del Salmorejo cordobés hace treinta años? Sí, ya se que los cuñados sí, pero muchos otros no. Es cuestión de conocer, anticiparse y luego ver las posibilidades de comercialización. Mercadona ha hecho un buen negocio vendiendo humus y tsatsiki, dos salsas que son muy fáciles de hacer en casa pero que todo el mundo compra aceptando el sobreprecio.

La comida se crea cuando surge de la nada. Por ejemplo en estos momentos la lucha se centra en crear comida que parezca carne pero con ingredientes aptos para veganos. Es algo que siempre me ha sorprendido porque si eres vegano debes sentir atracción por la comida de procedencia vegetal, no por algo que imita el sabor de la carne. Es una contradicción o un sin sentido, esto es, aceptar un ultra procesamiento del alimento para imitar aquello de lo que huyes.

La comida a menudo es eso, difícil de explicar. Como aquel día que desayunaba cereales con mi hijo y me dio por leer los ingredientes. Al final de la retahíla de cosas sanas y coherentes – cebada, avena, arroz – aparecían los aditivos nutricionales – hierro, ácido fólico, sangre de dragón – para finalizar con las “trazas”, las contaminaciones cruzadas que proceden de la maquinaria que se ha empleado para realizar el producto y que no se ha limpiado como Dios manda. Lo de siempre, la mayoría alérgenos : trazas de frutos secos, saliva de Alvin y las Ardillas, cabezas de gamba y...algo de ceniza.

Recuerdo que al leer “ceniza” escupí el bolo alimenticio de cereales sobre los cristales de culo de vaso de las gafas de mi hijo. Estuvimos un buen rato discutiendo de qué otro alimento podría proceder un poquito de ceniza, aunque fuera una traza. No hallamos ninguno. 

Al final imaginamos que se trataba del operario que cerraba las bolsas de cereales. Debía ser un tipo con camiseta de tirantes llena de lamparones, mancha de sudor en la axila que llegaba hasta la cintura,  barba de dos días, gorro sobre la cabeza hecho con un pañuelo y cuatro nudos en las puntas además de un cigarrillo ya consumido en una larga ceniza que se mantenía en posición gracias a un precario equilibrio. Que cayera, aunque fuera de vez en cuando, dentro de los cereales era cuestión de matemática combinatoria. 

Una vez concluimos lo más lógico, proseguimos el desayuno con total tranquilidad. Lo mejor siempre en estos casos es proyectar mentalmente la mierda que comes y una vez la relacionas con lo tangible, entrar de inmediato en un proceso de olvido o negación que te abstraiga de la realidad. Solo así se puede ser feliz.

Restaurantes

Cuando ya has renunciado a cocinar y tu familia te ha dicho, ante tu enésima propuesta de ir a comer con ellos, que ya no viven allí pero tampoco te dan la dirección del nuevo “allí”, es momento de ir pensando comer en un restaurante. 

Claro que también puede ser que te apetezca visitar uno de tales establecimientos porque quieres cambiar de aires o tienes una cita romántica con tu antiguo compañero de celda. Hay en realidad mil razones para acudir a uno de ellos.

Restaurantes de menú de mediodía

Son, de largo, los más populares. Por muy poco dinero (entre 9 y 15 euros la mayoría de ellos) puedes degustar una comida casera a elegir entre varios primeros y segundos. Si la comida está bien, las raciones son abundantes y el balance mensual de diarreas y dolores de barriga se mantiene en un listón bajo, son una excelente elección.

Restaurantes a la carta

Bastante más caros que los anteriores. Si el restaurante de menú ofrece también servicio a la carta siempre, siempre, siempre, elegid el primero. Hay varias razones, aunque parezca que la carta es mucho mejor. Es más que probable que las recetas a la carta tenga que desempolvarlas el chef de su baúl de los recuerdos, con lo que el resultado puede que no sea satisfactorio del todo.  También es seguro que no se van a servir a la misma velocidad que los platos que componen el menú. Si tienes prisa no es la mejor elección. Por último los productos no suelen ser todo lo frescos que sería deseable, por lo menos si los comparamos con los que se emplean en el menú.

Restaurantes de menú único

Puede parecer extraño, pero son los más caros. Si te sirven el menú degustación probablemente se compondrá de pequeños platos con multitud de diferentes recetas. Es lo que se suele hacer cuando vas a un restaurante con estrellas Michelin. Ya puedes ir preparando la cartera que te van a dejar la tarjeta de crédito hecha virutas.

En otros casos se trata de restaurantes cuyos platos son tan famosos que no se van a liar a preparar otros nuevos sabiendo que la clientela va a pedir lo de siempre. Eso es lo que ocurre en el Café de París de Ginebra. Vas para comer su ensalada verde – más simple que el mecanismo de una boina – y sus célebre entrecote. No hay nada más a elegir. Eso sí, lo bordan.

Restaurantes con estrellas Michelin

Agraciados con el estrellato, mejor ir pidiendo mesa para el año que viene. Algunos de ellos tienen reservas a dos o más años vista, así que cuando llega la fecha lo peor que te puede pasar es que te hayas muerto y no puedas disfrutar de la velada.

Restaurante molestos

Son aquellos en que por encorsetamiento, por querer dar una imagen exagerada de refinamiento (que luego te cargan en la tarjeta), te colocan detrás a un tipo que así que se te cae una miga de pan al mantel la recoge como si fuera una especie de crimen.

Restaurantes de comida rápida

Podéis comer con tranquilidad en el Burger King, McDonald, KFC y otros. La gente los ha criticado tanto y denostado de tal manera que se esmeran. Dentro de lo que hay y ofrecen, milagros los justos, pero puedes estar seguro que vivirían como un auténtico drama que alguien se intoxicara o encontrara un ala de murciélago enredada en las alitas de pollo. ¿Verdad que no recordáis ningún acontecimiento luctuoso relacionado con la comida que sirven tales locales? Pues eso. Es más probable que algo así te ocurra antes en restaurantes caros y refinados que en uno de comida rápida. 

Otra cosa es tener que comer tu hamburguesa a menos de un metro de un grupo de chiquillos ruidosos que celebran una fiesta de cumpleaños. Por eso voy siempre a comer con mi máscara de payaso de la película IT. No veáis el silencio que hay a mi alrededor.

Marisquerías

No es un tipo de comida que me entusiasme. Antes prefiero un caldo gallego que una mariscada pero la gente tiene la sensación de que cuando hay que celebrar algo gordo el marisco es lo más. 

No como pulpo – yo no me como un animal que tiene la inteligencia de un niño de tres años – ni tampoco langosta o bogavante. 

Conocí hace tiempo a alguien que se había dedicado profesionalmente a pescar langosta y bogavante. De la primera me explicó que cuando la enviaban por avión se debían tener al menos un día en un tanque porque el viaje las mareaba y si las cocinaban en tal lamentable estado tenían mal sabor. Aquella humanización del bicho – ¿quién no se ha mareado alguna vez en su vida? - me impide consumirla. 

Lo del bogavante es peor. Me dijo que a veces se comía algunas de las piezas que pescaba. Los metían vivos en una cazuela grande  que cubrían con una tapadera y entre las asas cruzaban una barra de hierro. Al expresarle mi extrañeza le faltó tiempo para explicarme el por qué. Cuando el bogavante notaba que el agua se calentaba por la acción de fuego usaba sus pinzas para  reventar la tapa que lo cubría y tratar de huir. Gracias a la barra cruzada se evitaba que escapara. Para los que crean que esto era indoloro e insonoro, parece ser que era tal la fuerza del animal que la tapa quedaba abollada y el hierro cruzado adquiría forma de ele, todo ello aderezado por bufidos y golpes que ni en una película gore te esperas. Por eso tampoco como bogavante. Tal vez no sea verdad lo que me explicó pero os prometo que es ver uno e imaginar la escena como si la hubiera vivido. Horrible no, lo siguiente.


>>>>SIGUIENTE CAPÍTULO

REGRESAR AL ÍNDICE