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churrasic park - capitulo 14

 Capítulo 14º : Los libros sagrados


Libro Primero : Génesis


Al principio todo era oscuridad.


Entonces el gran Hacendado separó la luz de las tinieblas.


Vio entonces que su Mundo estaba solo y creó a Bosque Verde.


Vio entonces que Bosque Verde también estaba solo y aburrido y creó a Deliplus para que le hiciera compañía.


Vio entonces que Bosque Verde y Deliplus se aburrían y les dió una mascota a la que llamaron Compy.


Eran los tres felices caminando por los pasillos y cogiendo de las estanterías lo que necesitaban sin faltarles nunca de nada y sin pasar por caja.


El gran Hacendado los miraba y se complacía de su felicidad, satisfecho de su obra.


Un día el gran Hacendado pensó en Bosque Verde, Deliplus y Compy y quiso regocijarse de nuevo con su felicidad.


Miró desde el cielo y vió que sus tres creaciones salían de un Carrefour empujando un carrito.


Enfurecido les pidió explicaciones.


Bosque Verde ocultó su rostro para explicar que Deliplus le había tentado con una oferta de 2x1.


Deliplus balbuceaba que era Compy quien la había arrastrado hacia una estantería donde vendían salchichas de mascotas que gran Hacendado no ofrecía.


El gran Hacendado les recriminó que habían probado otras marcas y otras ofertas contraviniendo sus órdenes.


Y desde su trono el gran Hacendado sentenció que serían expulsados del Paraíso, que Bosque Verde debería pagar lo que retirara de las estanterías con el sudor de su frente y que Deliplus, además de pagar,  debería arrastrar a sus hijos cada vez que quisiera comprar algo y que estos se comportarían como el culo, sin conciliación alguna. Y a Compy le quitó las salchichas de carne blanda para obligarle a comer pienso seco en sacos interminables de 50 Kg.


Libro segundo y último: Apocalipsis


Llamémosle Juan Ramón, por usar un nombre ficticio. Empezó de la nada. Primero ayudando a limpiar escaleras a su madre. Luego repartiendo pan de una cadena de panaderías. No estaba mal pero el sueldo era el que era y él deseaba progresar. 

Trabajaba de día y estudiaba de noche un curso de mecánico dentista. Al finalizar el curso le ofrecieron entrar en un taller de prótesis dentales y no se lo pensó. Estuvo cinco años puliendo dientes y montando dentaduras. No estaba mal, pero no progresaba. 

Echaba también de menos salir a la calle y el contacto con la gente. Había ahorrado un poco para la boda y su novia accedió a destinar el dinero a montar un negocio de prótesis dentales. Acudió a todos los dentistas de la ciudad, a puerta fría, y algunos pocos le escucharon. Le encargaron pequeñas cosas que a duras penas podía suministrar. Domingo enteros trabajando en el saloncito de su casa, noches enteras de vela. Al cabo de unos meses tenía la débil certeza que podría al menos sobrevivir. Tenía el dinero justo para ir comprando el material y confiaba en la mezquindad de los dentistas que veían en él un medio para incrementar los beneficios. 

A los cinco años ya no trabajaba en casa. Poseía dos talleres y trabajaban para él una docena de personas. Hubo de todo. Facturas impagadas, pedidos servidos in extremis, noches de insomnio por no poder pagar las nóminas, pero de todas ellas salió invicto. Llegó un momento de paz y rutina, que no estaba mal, pero Juan Ramón quería más. 

Cansado de luchar con los dentistas por el precio de las dentaduras decidió hacerse con la propiedad de una clínica y así disfrutar para si mismo de los fabulosos márgenes que éstas brindaban. 

De repente, él que era un hombre sin apenas estudios pasó a tener en nómina a una docena de médicos. Luego fue otra, y otra. En veinte años poseía una cadena de clínicas dentales por todo el país cuyo éxito radicaba en los cómodos plazos de pago que ofrecía a la clientela. 

Llegó un momento en que tuvo tanto dinero que habría podido venderlo todo y dedicarse a la buena vida que no había disfrutado durante su juventud. En lugar de dejarlo todo, siguió creando un imperio diversificando en todas las ramas de la salud. 

Cuando cumplió sesenta años poseía uno de los mayores consorcios del país relacionado con la salud. Pero no era feliz. Porque había tenido hijos y por mucho que quiso inculcarles los valores del esfuerzo y el sacrificio sus propias debilidades lo impedían. No puedes educar a los hijos como si tuvieran que repetir tu propia historia ni negarles las bondades de la riqueza que tu mismo has creado. 

Más o menos algunos de ellos se podrían hacer cargo del negocio. 

Más o menos lo conducirían con éxito pero Juan Ramón no esperaba nada brillante para el futuro y su único consuelo era pensar que cuando las cosas fueran mal dadas, él ya no estaría en este mundo para verlo. Su mujer se había adelantado. Justo en el momento en que podrían haberse dedicado más tiempo la enfermedad la mordió y ya no soltó su presa. 

En aquel momento se dio cuenta que ni siquiera una fortuna colocada sobre la mesa de un famoso doctor americano podía salvar una vida. Solo en su despacho, consumido por el dolor y los remordimientos, comenzó a calcular cuánto tiempo le había dedicado en vida. Hizo lo mismo con sus padres, con todos aquellos que habían sido importantes en su vida y a los cuales no había recompensado como se merecían. Al final de las parcas cuentas contabilizó cuánto tiempo se había dedicado a si mismo. Se sintió como un ratón atrapado en un laberinto.

 Lo anunció en la primera comida navideña en que tuvo ocasión. Lo dejaba todo. Repartiría su imperio entre hijos e hijas que recibieron la noticia primero con estupefacción y luego con un brillo contenido de avaricia reflejado en sus rostros. 

Fue entonces cuando Juan Ramón percibió que la generosidad es un arma letal que desnuda a la gente para dejarla vestida de vicios y pecados capitales. El reparto dejó a algunos insatisfechos. Hijas intrigantes buscaban ampliar los beneficios para yernos avariciosos. Hijos intrigantes trataban a los hermanos y hermanas como enemigos empresariales.

Las contabilidades se desmoronaron y el viejo, a duras penas, pudo contener la soberbia con que unos desconocidos manejaban los negocios. Sus negocios. 

Dejaron de hablarse entre ellos salvo lo imprescindible. Ni siquiera apelando a la madre fallecida se restituyó una mínima paz. aunque fuera para simular lo que no se era. Fueron años donde la culpa por el abandono se fue sustituyendo por el rencor. 

Hasta que llegó una Navidad en que los unos por no verse entre ellos y el viejo por no ver a ninguno de ellos la comida se despachó con sobras del día anterior, en absoluta soledad, mientras miraba el único canal de televisión donde no se mencionaba la Navidad.

No fue aquella velada de soledad la que le decidió a dar el paso. Unos días más tarde llegaron los nietos para recoger el aguinaldo y soltar cosas aprendidas mientras escuchaban a sus padres, solicitudes sin sentido en la boca de niños,  igual que los loros aprenden a hablar sin saber lo que dicen.

Valiente en los negocios pero cobarde para alzar la voz e imponer el orden familiar, una discreta negociación culminó con la venta de sus negocios a una multinacional. No dejaba a sus hijas y yernos en la calle, pero la parte del león que le correspondía quedó liquidada.

Una noche, antes de que se nadie supiera de la venta, partió para un largo viaje que siempre prometió a su mujer y nunca habían realizado. 

Cargó en el velero los recuerdos, comida, una pequeña potabilizadora de agua, paneles solares, un teléfono vía satélite donde responder, con brevedad, las más que probables llamadas de sus alterados familiares. Tenía tiempo para hacerlo. Tras tres o cuatro meses de travesía llegaría a la pequeña isla del Pacífico Sur que había comprado. Apenas cuatro kilómetros de largo por dos de ancho, deshabitada y con el núcleo de población más cercano a casi tres horas de navegación. 

Nunca antes había realizado una travesía de aquella envergadura pero la afrontó igual que sus negocios, con fe en si mismo e ignorando las advertencias de peligro que su entorno le emitía. 

La vio en la distancia como una aparición que no por deseada le dejaba de causar cierta desazón. Fondeó a algo más de una milla de la playa, tras superar la barrera de coral que la rodeaba a través del único estrecho canal navegable que la agencia inmobiliaria le había indicado.

Contempló desde la borda las dos elevaciones que a este y oeste  marcaban los límites de la isla, con la frondosa selva que se extendía entre ambas.  Tendría tiempo para explorarla.

Encendiendo el pequeño motor propulsó la nave suavemente hasta el centro de la isla donde una ensenada parecía el único puerto posible. Lanzó la cadena, desplegó los paneles solares y cuando las baterías quedaron cargadas procedió a conectar la depuradora de agua. 

Tenía planeado explorar la isla para encontrar un lugar donde establecer un pequeño campamento el cual sería su hogar hasta nuevo aviso. No tenía prisa. Mientras aquello ocurría residiría en el barco donde la vida sería más cómoda y tranquila. Limpió el barco, empaquetó las cosas y habló con el retrato de su mujer sin emitir palabra alguna.

Hombre inquieto no aguantó más de dos días a bordo. Aquel era su reino y ya era hora de que el rey desembarcara. Se trataba de una pequeña isla volcánica de algo menos de ocho kilómetros cuadrados que podía ser recorrida en apenas dos horas, al menos sobre el mapa. Cargó cuatro cosas en una mochila y desembarcó en una lancha de goma. 

Siguiendo la playa de arena blanquísima se dirigió a la elevación oeste, un peñón que mostraba rocas ígneas negras como la noche allá donde la maleza no se había afianzado. Ascendió hasta la cumbre y miró alrededor. Veía su velero en la ensenada, mecido por el suave oleaje del atolón, la inmensidad del mar y la otra cumbre que al este marcaba la máxima altura de la isla. A ella se dirigió en su misión exploradora, esta vez atravesando el breve valle entre las colinas. Fue una mala idea. La vaguada parecía colmada por desechos arrastrados por la corriente donde se habían aposentado palmeras y arbustos, de manera que parecía no existir tierra firme sino una maraña de hojarasca y lodo atrapado entre las raíces a través de la cual era difícil avanzar. Una pequeña fuente de agua dulce que brotaba con un chorro tímido y un mango que crecía a su vera fue lo único que le alivió de no haber elegido el camino más fácil de la playa.

Tras unos minutos de descanso acometió la ascensión del promontorio este el cual rodeó por una especie de camino que no parecía trazado por el hombre si no por el capricho de la naturaleza. Al otro lado de la colina la pendiente se suavizaba hasta alcanzar una meseta que no había visto hasta ese momento. Estaba cubierta de hierba seca y los arbustos crecían muy espaciados. Avanzaba por ella cuando de repente algo le hizo detenerse. Al final de la planicie parecía levantarse una construcción. Un primer pensamiento fue que tal vez alguien habitaba la isla. Que había sido engañado. Descartó la idea por absurda. ¿Quién iba a vivir allí? Debía tratarse de una antigua construcción abandonada. Tal vez una factoría o nave industrial abandona empleada por pescadores. Aceleró el paso. Quería ver de cerca aquel edificio de escasa altura y presentar una queja a la inmobiliaria en cuanto tuviera ocasión. Nadie le había hablado de ella.

Bajó el ritmo, hipnotizado por lo que estaba viendo. De repente sus pies abandonaron la llanura de hierba seca para caminar sobre el asfalto. No un asfalto cualquiera, el asfalto del aparcamiento de un centro comercial. Habían líneas pintadas en el suelo que delimitaban el espacio adjudicado a vehículos inexistentes.  Siguió caminando despacio. Hasta que se detuvo. Parpadeó varias veces, incapaz de creer lo que estaba viendo. Lo que en la distancia parecía un almacén o una nave industrial abandonada en la cercanía se mostraba como un local cuidado casi con coquetería. Las planchas de metal coarrugado, limpio y perfecto, cubrían la fachada  y la puerta de entrada acristalada parecía dispuesta a recibir clientes con amable cercanía. Pero no era eso lo que el asombrado visitante miraba. Con la boca abierta alzaba la vista para leer en impolutas letras en tres dimensiones, sobre el tejadillo de la entrada,  la palabra “Mercadona”.

Hubiera deseado que alguien le explicara lo que parecía inexplicable. Miró a un lado y a otro sin ver a nadie. De repente se sobresaltó. Se acababa de iluminar el interior. Agachó la cabeza, escrutando el interior. Lo que veía le resultaba familiar. La línea de cajas, los expositorios, las taquillas donde dejar bolsas y mochilas. 

Seguía intentado encontrar algo lógico en todo aquello cuando sus pies, más curiosos que su mente, le colocaron frente a las puertas. La célula infrarroja detectó su presencia y con rapidez separó las hojas para permitir el acceso. Nunca una invitación a entrar a un supermercado había asustado tanto a alguien.

Se quedó en la entrada, de nuevo mirando con profunda extrañeza cuanto veía. El anodino hilo musical sonaba como en cualquier supermercado que hubiera visto en su patria. Todo habría sido normal si no estuviera al otro lado del Mundo.

Al servomecanismo de la puerta le debió parecer que llevaba demasiado tiempo ocioso e hizo un amago de cerrarse de nuevo. El hombre, temiendo quedar atrapado, adelantó el cuerpo pese a que algo le decía que no debía adentrarse. Ya estaba dentro.

No había nadie pero no parecía en absoluto un lugar abandonado. Como cualquier Mercadona estaba impecable, limpio, ordenado. Perfecto.

- Puede pasar, enseguida abrimos las cajas. - dijo un empleado que vestido con el uniforme habitual del supermercado cruzó el vestíbulo con premura para a continuación señalar las taquillas sugiriendo que dejara la mochila en una de ellas. Luego desapareció por una puerta lateral.

Llevaba días sin hablar con nadie. Tal vez semanas. La última vez había sido al contestar la enésima llamada airada de uno de sus yernos. Tal vez por eso no le salió la voz. O tal vez porque aquello no debía estar ocurriendo.

Guardó la mochila y recogió un carrito. Cruzó la línea de cajas y empezó a construir toda una serie de extrañas teorías que trataban de explicar la presencia de aquel supermercado en una isla que debía estar desierta.

No había nadie, excepto la fugaz aparición del empleado. Ni clientes ni personal. El suelo de los pasillos brillaban y los anaqueles se mostraban repletos de los productos que conocía tan bien. 

Comprar con su mujer era uno de los breves momentos que le dedicaba a la semana y solía hacerlo a disgusto. Pesaroso por aquel recuerdo,  fue pinzando productos de manera distraída para depositarlos en la cesta.

Quiso comprar un tipo de pan de molde que le gustaba pero el espacio que este solía ocupar se mostraba vacío. Miró a lado y lado del pasillo buscando un empleado al que preguntar pero no lo halló.

Compró un par de pizzas, a pesar de que en el barco no tenía horno, sonriendo con cierto enfado al comprobar que el precio era el de siempre pero el tamaño mucho menor. Lo mismo ocurría con la pasta de dientes.

Había encontrado cosas que le interesaban pero otras habían desaparecido, como si no hubiera existencias o de repente el fabricante de la marca blanca se hubiera peleado con el supermercado. Sin alternativas de otras marcas el vacío que dejaban en el carrito parecía clamoroso.

Al final del recorrido iba con el carro lleno hasta arriba, igual que las dudas que estaba deseando resolver con el cajero. O con cualquiera que le atendiera. Una conversación larga era lo que necesitaba.

Se colocó frente a la caja, esperando al empleado. Al cabo de unos segundos apareció otro muchacho que le saludó con amabilidad para pedirle con un gesto de la mano que guardara silencio, tras lo cual descolgó el telefonillo.

- Mari, por favor, caja 3. Mari, caja 3.

Antes de que Juan Ramón pudiera emitir apenas un balbuceo desapareció como el conejo atareado de Alicia en el interior de un supermercado sin clientes.

Apareció Mari mascando un chicle, vistiendo un uniforme impoluto.  Miró el carro y ofreció un servicio a domicilio mientras introducía su código en la caja. Aceptó porque no se veía capaz de arrastrar todo aquello hasta el otro lado de la isla. En realidad lo que quería era hablar.

- ¿Cómo es que hay un Mercadona aquí?

La chica se encogió de hombros.

- En una isla desierta, me refiero. Tan lejos de casa.

Se volvió a encoger de hombros, genuinamente preocupada porque uno de los códigos de barra se resistía a ser escaneado. Juan Ramón insistió.

- Bueno, desierta menos yo. ¿O es que hay más gente?

- Estoy yo.

- No entiendo nada.

Y la cajera sonrió mascando el chicle con tal ansia que parecía estar a punto de salir disparado de su boca. 

- ¿Lleva congelados?

- ¿Cómo?

- Que si lleva algo congelado.

Juan Ramón rebuscó en la pila depositada y extrajo una bolsa de brócoli.

- Esto.

La muchacha la agarró para meterla en una bolsa térmica. Para entonces Juan Ramón la miraba con la sensación de que se iba a ir de allí tan vacío de respuestas como a su llegada.

- ¿Efectivo o tarjeta?

- Efectivo.

- ¿Tiene parking?

- Ehhh...no, he venido a pie.

- ¿Número de cliente?

- No…no tengo.

- ¿Dirección? - preguntó con los dedos preparados sobre el teclado.

- Bueno, es esta isla. No se qué dirección es. Tengo el barco fondeado al otro lado, en la ensenada.

El rostro de la cajera se ensombreció y por un momento el mascar del chicle se detuvo. 

- Pues lo voy a sentir mucho, pero esa dirección está fuera de la zona de reparto.

La vida de las personas es como un cometa que cruza el Universo. Arrastras decepciones, trabajos perdidos, dolor, angustia, cosas que te vas comiendo sin llegar a digerirlas. Hasta que de repente se cruza en tu camino una estrella y algo en tí hace “click”. Puedes de forma elegante generar una vistosa cola o, según el grado de cabreo, estrellarte contra un planeta que orbite alrededor de ella y matar a todos los dinosaurios que lo habitan.

Juan Ramón, que había soportado una vida de sinsabores, la muerte de su esposa, la decepción con sus hijos y la venta de su empresa, aquel día hizo click. 

La última vez que se le vio ascendía como una cabra por la colina selvática, emitiendo sonidos guturales, riendo y llorando mientras dejaba tras de si un Mercadona humeante por una compra que no podría recibir en su barco.

El supermercado, que antes se alzaba poderoso en medio de una isla tropical, quedó reducido a un rastro de ceniza. El único signo de civilización ardiendo como si nunca hubiera existido. 

Aquel fue el único ramalazo de locura que nadie pudo señalar en la vida de Juan Ramón. Un simple transporte denegado había cortocircuitado a un hombre que llevaba muchos voltios acumulados sin que nadie advirtiera la sobrecarga.

Lo que Mari, sorprendida y con las puntas de la permanente chamuscadas, no pudo entender era que Juan Ramón acababa de poner orden en el Universo. Cierto que con quienes no tenían culpa de nada, pero orden a fin de cuentas.


Ruegos y preguntas


“Buenas, 

si me devoro a mi mismo, ¿desapareceré por completo o me multiplicaré por dos?

Un admirador de otros escritores”


Respuesta

Apreciado lector (de otros),

es una buena pregunta que solo puede responder la mecánica acuántica. 

Deme su dirección y le envío un par de entradas a nuestro parque temático de cuñados. Con ellos podrá discutir este tipo de cosas, ellos lo saben todo.

Un abrazo


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“Apreciado escritor,

¿qué hace la industria con los agujeros de los donuts? ¿Los lanza a la basura? ¿Los recicla? Llevo años pensando en ello y poco a poco se ha convertido en una obsesión. Dígame algo lo antes posible o no respondo de mis actos.

Uno que tiene un tic en el ojo”


Respuesta

Apreciado amigo de ojo saltarín,

supongo que imagina el donut como una especie de torta que pasa por una máquina de estampado que es la que imprime el agujero en el centro. Si dicha operación se realizara antes de la fritura la masa del agujero se podría reciclar para generar con ella futuras rosquillas. En cambio si fuera a posteriori de la fritura pero anterior al baño de azúcar, el agujero no tendría aparente utilidad a pesar de ser tan delicioso como los donuts.

No obstante tengo que indicarle que los donuts se crean uniendo los extremos de un cilindro largo y delgado de masa y por tanto el agujero central está vacío desde el principio. Ni hubo ni habrá nada y por tanto el orificio, incluso considerando la mecánica acuántica, es un vacío existencial.

Esa misma pregunta que usted me ha planteado se la hizo una empresa de Barcelona la cual comercializó muy astutamente presuntos agujero de donut a pesar de conocer al detalle cómo se fabricaban, algo que demuestra que el marketing y la creatividad en el mundo de la alimentación a menudo es una respuesta a la inquietud paranoide del público. 

También hay que decir que mucha gente, a partir del descubrimiento de dichos agujeros de donut, se empezó a plantear la pregunta acerca de qué se había hecho con la rosquilla que rodeaba al mismo, con lo cual solo se consiguió trasladar la obsesión a otro segmento poblacional. 

Como ve, hay muchos como usted y como yo.

Un saludo

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