Aquella vez fui un poco más inteligente y arribé a Arabia Saudita en Marzo. La vez anterior había tenido la ocurrencia de aparecer el mes de Julio y tuve que soportar durante una semana temperaturas por encima de los cincuenta grados. También fui precavido a la hora de calcular el tiempo que debía permanecer en el país para cubrir las expectativas de negocio que abrigaba. Con los empresarios de Arabia Saudita no hay lugar para reuniones y decisiones rápidas. Todo se hace lentamente, sin prisa, aunque el tiempo apremie. Dan mucha importancia al contacto personal y evaluan subjetivamente las posibilidades de negocio ; si no les gustas, olvídate de cerrar el trato. Así que reservé diez días para hablar sin parar, fumar shishe, visitar a una cantidad mareante de gente y tal vez cerrar algo en firme con un poco de suerte diez minutos antes de coger el vuelo de regreso.
Llegué a Riad de noche después de un largo viaje de doce horas, cambio de avión en Londres incluido. Llovía. Durante todo el día una llovizna tenaz había caído salpicando de charcos la pista de aterrizaje. Mi socio Abdullah me esperaba al lado del control policial, dentro del área a la cual teóricamente no se podía acceder desde el hall de llegadas. Estaba acompañado de un policía que me agarró del brazo de forma amistosa sacándome de la cola mientras le preguntaba a mi socio "si éste era su amigo". El resto de pasajeros me miró al principio como si llevara un kilo de droga en los bolsillos y luego como si no entendieran la deferencia de la cual era objeto. Yo ya estaba acostumbrado de mi anterior visita así que no me alteré. EL policía miró muy por encima mi pasaporte de "Al Andalus" y me condujo hasta la línea de máquinas de rayos X que escrutaban los equipajes a la llegada y que parecían más ociosas que nunca. En Arabia Saudita el registro de los equipajes era sistemático y se hacia exclusivamente de forma manual. Se abrían las maletas y se retiraban todas las prendas una a una a la búsqueda tanto de posible substancias ilegales como de libros o revistas de cualquier índole, susceptibles de introducir ideas perniciosas en el rígido reino wahabita. Encontrar una inocente revista como el Newsweek podría haber traido graves consecuencias al portador, y no digamos una Biblia por la cual el pasajero podría haber sido acusado de proselitismo y expulsado inmediatamente. Así que el policía encendió la máquina y tras unos minutos de espera para que "calentara" me indicó que pasara el equipaje. Abdullah me sonrió y me largó lo que me había dicho la primera vez que me montó el numerito : "esto sólo se hace con la familia real". A los ojos de las pobres azafatas de British Airways que veían sus bragas revolotear entre las manos de los funcionarios de aduanas me acababa de convertir en un posible miembro de la familia real vestido como un occidental y con la tez de un occidental.Una especie de inexplicable enigma.
Abdullah estaba entusiasmado con la lluvia. Me decía que con ese poco de agua el desierto se cubriría con una frondosa capa de hierba y florecería a la velocidad de una de esas filmaciones que condensan en treinta vertiginosos segundos el crecimiento de semanas de una planta. Me prometió que me llevaría al desierto, que pasaríamos la noche en la tienda de campaña de su amigo beduino y haríamos una barbacoa. Contemplé mi traje y mi corbata cabeceando ante lo inapropiados que parecerían en la tienda de un beduino.
Los días iban transcurriendo de la manera habitual. Comíamos kebap, visitábamos a decenas de hombres de negocios, tomábamos te con menta, fumábamos shishe en la oficina de Abdullah o en los "shishe places" que alrededor de Riad congregaban a miles de ociosos sauditas cuando la noche caía. A veces conseguía intercalar en la conversación algunos temas de mi negocio y poco más. A fin de cuentas poco importaba qué vendiera, lo importante era venderse a uno mismo. "Mira Javier", me decía Abdullah con esa voz didáctica que empleaba cuando me quería enseñar cómo pensaban los árabes,"no importa lo que vendas. Si vendes frigoríficos me interesará distribuir en Arabia tus frigoríficos. Si vendes café compraré café. Nos caes bien y confiamos en tí y eso es todo lo que necesitamos".
Cada día Abdullah se encargaba de recordarme el tema del beduino y la barbacoa como si se tratara de una penitencia que se autoimponía. Para liberarle de la promesa le dije que no hacía falta organizar nada especial y que con los festejos y comilonas a los que acudíamos a diario me sentía más que satisfecho. De esta manera conseguí que dejara el tema durante algunos días. Me había olvidado por completo cuando el último día, cuando todavía pugnaba por arrancar un negocio en firme, me espetó que al caer la noche se celebraría la prometida barbacoa. Le expresé mi sorpresa por el escaso tiempo del que disponíamos pero me hizo un gesto de que confiara en él. Tartamudeé que al día siguiente debía estar en el aeropuerto a las 7 de la mañana para coger el vuelo de regreso pero no se inmutó. Parecía tenerlo todo bajo control.
La jornada transcurría de la forma habitual aunque por fin conseguí transmitir a mi socio un poco de la premura occidental. Era ahora o nunca. Así que empezamos a cerrar temas y concretar plazos. A media tarde estaba tan satisfecho que casi no escuchaba su ronroneo acerca de la barbacoa. Creía que desistiría y la verdad es que me importaba muy poco. Quería regresar al hotel y descansar para soportar lo mejor posible la paliza de viaje que me esperaba.
Acabamos la última reunión alrededor de las seis de la tarde. Subimos a su Cadillac de los años 70 y me pareció que enfilaba el camino del Sheraton. Riad es una ciudad gigantesca, una cuadrículada red de calles de ocho carriles pensadas para los coches y que recuerda vagamente las ciudades americanas. Algo empezó a ir mal cuando me di cuenta que empezábamos a llegar a un vericueto de callejuelas ya típicas de la medina árabe. Mi socio detuvo el coche y nos apeamos. Protesté suavemente diciendo que no hacía falta dar un paseo turístico por el centro de Riad. Me miró un poco perplejo : “no vamos a pasear, vamos a comprarte ropa para la barbacoa. No puedes ir vestido con traje al desierto”. Creo que mantuve la boca abierta unos cinco minutos antes de reaccionar y cuando lo hice ya estaba en una tienda donde un obsequioso pakistaní sólo mirándome adivinó mis tallas. El traje del saudí medio se compone de una muda blanca, un pantalón con elásticos en la cintura, una camisa que se cierra en el cuello y en los puños por medio de gemelos y desde luego una túnica que cubre hasta los pies. Lo más llamativo es el pañuelo blanco con un enrejado rojo sobrepuesto que se puede o no llevar con una especie de corona negra. La corona aprisiona el pañuelo contra la cabeza y no es tarea fácil llevarlo de forma elegante, así que un saudita sabe perfectamente si su interlocutor es originario del país simplemente mirando su tocado. Como yo no tenía gracia tras un par de desgraciadas pruebas frente al espejo opté por llevar el pañuelo suelto con un pico cruzado alrededor del cuello y el pakistaní me hizo un gesto afirmativo y un poco pedante.
Me sentía un poco raro pero Abdullah no aceptó que me volviera a occidentalizar y para rematarme seleccionó un terrible puñal yemenita con empuñadura de hueso de camello que ni en las más sangrientas películas de terror he visto jamás como atrezo. El mismo Abdullah me lo ató alrededor de la cintura explicándome con detalle como desenfundar desde el estómago hacia afuera. Sonreí : “no creo que haga falta, ¿no? “
“Nunca se sabe”, me respondió enigmáticamente. Y con un nudo en mi garganta abandoné la tienda.
Al salir hizo mi estupidez se fijara en un gran edificio de adobe con aspecto de castillo. Abdullah me explicó que era el antiguo palacio del rey de Riad, construido enteramente de adobe y ahora convertido en un museo para mayor gloria de la casa de Saud. Naturalmente me metió dentro y he de decir que de no haber sido por mis ganas de marchar al hotel habría disfrutado de la visita. Entrar en un edificio del tamaño de un castillo europeo mediano todo construido con paja, agua y fango es impresionante. Es como estar dentro de un castillo de arena, una sensación de tosquedad y falsa robustez. Bastaría un terremoto o varias semanas de lluvia para deshacer aquella maravilla que espero siga en pie.
Cuando ya abandonábamos el lugar Abdullah me hizo reparar en una placa fijada en la puerta de madera. Señalaba un punto de la misma donde el unificador de Arabia, Abd Al Aziz Ibn Saud, había lanzado a principios del siglo XX una lanza con tal fuerza que la punta de metal se había incrustado y no fue posible retirarla. Abdullah me leía la placa y en su tono descubría cierta tristeza porque su familia, los Al Rashid, habían perdido su reino de Riad precisamente a manos de la familia Saud.
Contagiado por el laberíntico interior del castillo mi socio se había despistado en su propia ciudad y vagamos un rato por el centro tratando de encontrar el coche. Cerca del castillo encontré una plaza circular que conducía a un punto central deprimido donde se alzaba un poste de un metro y medio de altura. Descendí unos metros hasta que Abdullah me gritó. Al girarme noté su cara descompuesta y retorné inmediatamente. Me explicó que aquel era el lugar donde lapidaban a las mujeres adúlteras y a otros criminales. Los ataban al poste y desde el borde de la plaza circular la muchedumbre lanzaba piedras hasta que morían. Suspiré un “hostia puta” en castellano que pareció entender.
“Pero antiguamente, imagino.”
“Hace algunas semanas fue la última ejecución”.
A todo eso se hicieron las ocho de la noche y mis esperanzas de que se olvidara del tema crecían. Condujo el coche hasta otro lugar desconocido de Riad y me pidió que aguardara dentro.
“¿Dónde vas?” - pregunté desconcertado.
“A comprar la carne.”
“Pero son las nueve y media de la noche”- dije con un hilillo de voz.
“Oh, no te preocupes, este carnicero trabaja hasta las 12 de la noche”
Y ahí me dejo, dentro de un cadillac color granate, vestido como un árabe y con la cara inamistosa de un occidental cabreado. Una hora y media. Estuve más de una vez tentado a salir del coche y tratar de averiguar dónde se había metido pero preferí esperar ante la incertidumbre de no saber retornar al punto de partida si fracasaba. Mi humor iba empeorando por momentos y cuando lo vi aparecer arrastrando un bolsa gigantesca y sanguinolenta, probablemente el despiece de un mamut, ardí en deseos de hacer lo mismo con él.
“Lamento haberte hecho esperar”
“No te preocupes” - dije rescatando la voz de la afonía. - “¿No crees que es un poco tarde para hacer una barbacoa? Yo ya me siento agasajado y no quiero que tu mujer me odie profundamente.”
“No pasa nada. Es pronto.” - y sin darme más explicaciones se enzarzó a llamar y ser llamado a través de su móvil.
No me lo podía creer. Acabábamos de volver a cruzar por enésima vez la inmensa ciudad de Riad. En una punta un amigo le acababa de prestar una gran parrilla que enseguida deduje se adecuaba al tamaño del mamut descuartizado. Lo peor llegó doscientos kilómetros más tarde. Parecía ser que le había pedido prestado a otro amigo...un criado. El pobre infortunado sería el encargado de preparar la barbacoa. Así que estábamos sentados en el coche, en silencio, esperando al hombre en cuestión que yo suponía felicísimo hiendo al desierto a las once de la noche a preparar una barbacoa para un gilipollas español.
“Creía que íbamos a ser nosotros los que íbamos a preparar la barbacoa”.
Me miró como si se me hubiera ido la chola
“No... para eso están los criados”.
“En Occidente la barbacoa es algo que preparan los padres de familia.”
“Oh, aquí también. Nos ayuda un criado”.
En efecto llegó el individuo que resultó ser de Bangladesh con una cara de sueño que daba grima. Abdullah liberó el seguro y el hombre se acomodó en el asiento trasero sin emitir ni una palabra. Abdulla recapituló :
“Tengo la carne, la parilla y el criado. No me falta nada más.”
“¿Y el carbón?”
“Oh, no te preocupes, hay gente en el desierto que vende leña.”
A aquellas alturas de la noche la respuesta ya no me parecía extraña.
“Sí, me falta algo, tengo que llamar a un amigo para hacer la barbacoa juntos. Que hace tiempo que no nos vemos”.- saltó en el asiento. Apoyé la cara contra el cristal de la ventanilla con cara de vencido.
Hacía tiempo que no veíamos las luces de Riad. De hecho no se veía nada mas que la estrecha franja que las luces del cadillac iluminaban delante nuestro. Así supe que abandonamos la carretera para adrentarnos en una pista arenosa sin asfaltar. Y empezamos a subir y bajar, subir y bajar. Comprendí que íbamos tranquilamente navegando a través de las dunas. A nuestra espalda el criado se mantenía imperturbable mirando al frente como si esperara una orden nuestra y no le importara para nada lo que ocurría a su alrededor.
Debía ser que las dunas eran diferentes o algo era reconocible para Abdullah porque se detuvo y corrijió la dirección en un momento dado. En efecto, tal como había predicho, allí en medio del desierto más confuso un individuo iluminado por una luz de bombona de gas vendía haces de madera para hacer barbacoas. De lo más normal del mundo.
El criado se bajó solícito y cargó en la parte trasera unos cuantos kilos de madera mientras Abdullah pagaba a través de la ventanilla unos riales arrugados.
Regresamos a las dunas hasta que mi socio dijo “aquí” como si ese “aquí” tuviera algún referente espacial. Alrededor nuestro no había nada. Oscuridad profunda y los flancos de las dunas que los faros del coche alcanzaban iluminar. Nada más.
“¿Y ahora?”
Para responderme el hombre de Bangla Desh empezó a desplegar las alfombras, excavar el nido de las brasas, encender la madera y poner la parrilla sobre las mismas. Abdullah y yo tranquilamente le mirábamos apoyando el trasero en el costado del coche.
Abstraidos contemplando tanto despliegue de esfuerzo mi vista se distrajo con un coche que avanzaba en linea recta a unos cien metros de distancia, justo enfrente nuestro. No me había dado cuenta de la existencia de la carretera entre tanta oscuridad. Regresé la vista a las brasas cuando de repente oí un enorme estruendo. El Mercedes que había visto pasar delante nuestro ahora estaba tumbado en la cuneta. Abdullah dio un respingo y se marchó precipitadamente hacia él. Hice ademán de seguirle pero me detuvo, tal vez desconfiando de mi segura torpeza al caminar por un desierto de dunas. Transcurrió media hora en que seguí la acción desde lo alto de una duna muy cercana a la barbacoa donde el criado, sin inmutarse, ya depositaba la carne sobre el metal candente. Ví como Abdullah ayudó a un hombre – en Arabia Saudita el conductor sólo puede ser un hombre puesto que las mujeres tienen prohibido conducir – a salir del coche y lo sentaba en la cuneta. No podía saber si estaba herido porque permanecía sentado agarrando la cabeza entre las rodillas mientras Abdullah parecía atareado en el interior del coche. Grité un par de veces “May I help?” pero no parecían oirme. Por la derecha llegó un coche de la policía con las luces destellantes en marcha. Supuse que Abdullah lo habría llamado a través del móvil. Un policía descendió del coche y habló con el supuesto herido y con mi socio. Al cabo de unos minutos se marchó. Se apagaron las luces del Mercedes Benz y ya no pude ver qué ocurría. En eso justo frente a mí emergió Abdullah jadeando. Cuando se recuperó le pregunté qué había pasado.
“Es un hombre de negocios de Jeddah que se dirige a Riad. Se ha despistado y se ha salido de la carretera. Con el golpe ha explotado el airbag y se ha quedado medio inconsciente. Lo he sacado del coche pero me ha pedido que encontrara su maletín. Luego ha llegado la patrulla de policía...”
“¿Lo has llamado tú? “ - interrumpí.
“No, no, pasaba por aquí y ha visto el accidente. Pero no pueden llevar al hombre al hospital. Han llamado por radio a una ambulancia pero no hay ninguna cerca. Han tenido que seguir patrullando y me he ofrecido a llevarlo yo mismo a un hospital de Riad.”
“¿Así que nos vamos? ¿Y qué hacemos con la carne?”
Abdullah echó un vistazo a la parrilla.
“No, nos vamos. Hacemos una cosa, llevo al hombre a Riad y te dejo aquí . Me llevo también al criado que no nos va a hacer más falta. Tu vigila la parrilla y vas dando la vuelta a la carne con las pinzas. Si llega mi amigo no te preocupes, habla inglés.”
Sonreí ante lo que parecía una broma.
“¿Quieres decir que me dejas aquí sólo, en medio del desierto, dando vueltas al cordero?”
“No pasa nada. Volveré en un hora. Es cuestión de humanidad”.
Y antes de que protestara de nuevo ya partía con el cadillac y el pasajero de Bangladesh. Supongo que tardé un rato en percatarme de la situación en que me hallaba. Solo, completamente solo en medio de la nada, con doce kilos de carne de cordero y con el resplandor de las brasas como única iluminación. Miré hacia mi amigo el móvil que mostraba un desconsolador “sin cobertura”.
Llegué a Riad de noche después de un largo viaje de doce horas, cambio de avión en Londres incluido. Llovía. Durante todo el día una llovizna tenaz había caído salpicando de charcos la pista de aterrizaje. Mi socio Abdullah me esperaba al lado del control policial, dentro del área a la cual teóricamente no se podía acceder desde el hall de llegadas. Estaba acompañado de un policía que me agarró del brazo de forma amistosa sacándome de la cola mientras le preguntaba a mi socio "si éste era su amigo". El resto de pasajeros me miró al principio como si llevara un kilo de droga en los bolsillos y luego como si no entendieran la deferencia de la cual era objeto. Yo ya estaba acostumbrado de mi anterior visita así que no me alteré. EL policía miró muy por encima mi pasaporte de "Al Andalus" y me condujo hasta la línea de máquinas de rayos X que escrutaban los equipajes a la llegada y que parecían más ociosas que nunca. En Arabia Saudita el registro de los equipajes era sistemático y se hacia exclusivamente de forma manual. Se abrían las maletas y se retiraban todas las prendas una a una a la búsqueda tanto de posible substancias ilegales como de libros o revistas de cualquier índole, susceptibles de introducir ideas perniciosas en el rígido reino wahabita. Encontrar una inocente revista como el Newsweek podría haber traido graves consecuencias al portador, y no digamos una Biblia por la cual el pasajero podría haber sido acusado de proselitismo y expulsado inmediatamente. Así que el policía encendió la máquina y tras unos minutos de espera para que "calentara" me indicó que pasara el equipaje. Abdullah me sonrió y me largó lo que me había dicho la primera vez que me montó el numerito : "esto sólo se hace con la familia real". A los ojos de las pobres azafatas de British Airways que veían sus bragas revolotear entre las manos de los funcionarios de aduanas me acababa de convertir en un posible miembro de la familia real vestido como un occidental y con la tez de un occidental.Una especie de inexplicable enigma.
Abdullah estaba entusiasmado con la lluvia. Me decía que con ese poco de agua el desierto se cubriría con una frondosa capa de hierba y florecería a la velocidad de una de esas filmaciones que condensan en treinta vertiginosos segundos el crecimiento de semanas de una planta. Me prometió que me llevaría al desierto, que pasaríamos la noche en la tienda de campaña de su amigo beduino y haríamos una barbacoa. Contemplé mi traje y mi corbata cabeceando ante lo inapropiados que parecerían en la tienda de un beduino.
Los días iban transcurriendo de la manera habitual. Comíamos kebap, visitábamos a decenas de hombres de negocios, tomábamos te con menta, fumábamos shishe en la oficina de Abdullah o en los "shishe places" que alrededor de Riad congregaban a miles de ociosos sauditas cuando la noche caía. A veces conseguía intercalar en la conversación algunos temas de mi negocio y poco más. A fin de cuentas poco importaba qué vendiera, lo importante era venderse a uno mismo. "Mira Javier", me decía Abdullah con esa voz didáctica que empleaba cuando me quería enseñar cómo pensaban los árabes,"no importa lo que vendas. Si vendes frigoríficos me interesará distribuir en Arabia tus frigoríficos. Si vendes café compraré café. Nos caes bien y confiamos en tí y eso es todo lo que necesitamos".
Cada día Abdullah se encargaba de recordarme el tema del beduino y la barbacoa como si se tratara de una penitencia que se autoimponía. Para liberarle de la promesa le dije que no hacía falta organizar nada especial y que con los festejos y comilonas a los que acudíamos a diario me sentía más que satisfecho. De esta manera conseguí que dejara el tema durante algunos días. Me había olvidado por completo cuando el último día, cuando todavía pugnaba por arrancar un negocio en firme, me espetó que al caer la noche se celebraría la prometida barbacoa. Le expresé mi sorpresa por el escaso tiempo del que disponíamos pero me hizo un gesto de que confiara en él. Tartamudeé que al día siguiente debía estar en el aeropuerto a las 7 de la mañana para coger el vuelo de regreso pero no se inmutó. Parecía tenerlo todo bajo control.
La jornada transcurría de la forma habitual aunque por fin conseguí transmitir a mi socio un poco de la premura occidental. Era ahora o nunca. Así que empezamos a cerrar temas y concretar plazos. A media tarde estaba tan satisfecho que casi no escuchaba su ronroneo acerca de la barbacoa. Creía que desistiría y la verdad es que me importaba muy poco. Quería regresar al hotel y descansar para soportar lo mejor posible la paliza de viaje que me esperaba.
Acabamos la última reunión alrededor de las seis de la tarde. Subimos a su Cadillac de los años 70 y me pareció que enfilaba el camino del Sheraton. Riad es una ciudad gigantesca, una cuadrículada red de calles de ocho carriles pensadas para los coches y que recuerda vagamente las ciudades americanas. Algo empezó a ir mal cuando me di cuenta que empezábamos a llegar a un vericueto de callejuelas ya típicas de la medina árabe. Mi socio detuvo el coche y nos apeamos. Protesté suavemente diciendo que no hacía falta dar un paseo turístico por el centro de Riad. Me miró un poco perplejo : “no vamos a pasear, vamos a comprarte ropa para la barbacoa. No puedes ir vestido con traje al desierto”. Creo que mantuve la boca abierta unos cinco minutos antes de reaccionar y cuando lo hice ya estaba en una tienda donde un obsequioso pakistaní sólo mirándome adivinó mis tallas. El traje del saudí medio se compone de una muda blanca, un pantalón con elásticos en la cintura, una camisa que se cierra en el cuello y en los puños por medio de gemelos y desde luego una túnica que cubre hasta los pies. Lo más llamativo es el pañuelo blanco con un enrejado rojo sobrepuesto que se puede o no llevar con una especie de corona negra. La corona aprisiona el pañuelo contra la cabeza y no es tarea fácil llevarlo de forma elegante, así que un saudita sabe perfectamente si su interlocutor es originario del país simplemente mirando su tocado. Como yo no tenía gracia tras un par de desgraciadas pruebas frente al espejo opté por llevar el pañuelo suelto con un pico cruzado alrededor del cuello y el pakistaní me hizo un gesto afirmativo y un poco pedante.
Me sentía un poco raro pero Abdullah no aceptó que me volviera a occidentalizar y para rematarme seleccionó un terrible puñal yemenita con empuñadura de hueso de camello que ni en las más sangrientas películas de terror he visto jamás como atrezo. El mismo Abdullah me lo ató alrededor de la cintura explicándome con detalle como desenfundar desde el estómago hacia afuera. Sonreí : “no creo que haga falta, ¿no? “
“Nunca se sabe”, me respondió enigmáticamente. Y con un nudo en mi garganta abandoné la tienda.
Al salir hizo mi estupidez se fijara en un gran edificio de adobe con aspecto de castillo. Abdullah me explicó que era el antiguo palacio del rey de Riad, construido enteramente de adobe y ahora convertido en un museo para mayor gloria de la casa de Saud. Naturalmente me metió dentro y he de decir que de no haber sido por mis ganas de marchar al hotel habría disfrutado de la visita. Entrar en un edificio del tamaño de un castillo europeo mediano todo construido con paja, agua y fango es impresionante. Es como estar dentro de un castillo de arena, una sensación de tosquedad y falsa robustez. Bastaría un terremoto o varias semanas de lluvia para deshacer aquella maravilla que espero siga en pie.
Cuando ya abandonábamos el lugar Abdullah me hizo reparar en una placa fijada en la puerta de madera. Señalaba un punto de la misma donde el unificador de Arabia, Abd Al Aziz Ibn Saud, había lanzado a principios del siglo XX una lanza con tal fuerza que la punta de metal se había incrustado y no fue posible retirarla. Abdullah me leía la placa y en su tono descubría cierta tristeza porque su familia, los Al Rashid, habían perdido su reino de Riad precisamente a manos de la familia Saud.
Contagiado por el laberíntico interior del castillo mi socio se había despistado en su propia ciudad y vagamos un rato por el centro tratando de encontrar el coche. Cerca del castillo encontré una plaza circular que conducía a un punto central deprimido donde se alzaba un poste de un metro y medio de altura. Descendí unos metros hasta que Abdullah me gritó. Al girarme noté su cara descompuesta y retorné inmediatamente. Me explicó que aquel era el lugar donde lapidaban a las mujeres adúlteras y a otros criminales. Los ataban al poste y desde el borde de la plaza circular la muchedumbre lanzaba piedras hasta que morían. Suspiré un “hostia puta” en castellano que pareció entender.
“Pero antiguamente, imagino.”
“Hace algunas semanas fue la última ejecución”.
A todo eso se hicieron las ocho de la noche y mis esperanzas de que se olvidara del tema crecían. Condujo el coche hasta otro lugar desconocido de Riad y me pidió que aguardara dentro.
“¿Dónde vas?” - pregunté desconcertado.
“A comprar la carne.”
“Pero son las nueve y media de la noche”- dije con un hilillo de voz.
“Oh, no te preocupes, este carnicero trabaja hasta las 12 de la noche”
Y ahí me dejo, dentro de un cadillac color granate, vestido como un árabe y con la cara inamistosa de un occidental cabreado. Una hora y media. Estuve más de una vez tentado a salir del coche y tratar de averiguar dónde se había metido pero preferí esperar ante la incertidumbre de no saber retornar al punto de partida si fracasaba. Mi humor iba empeorando por momentos y cuando lo vi aparecer arrastrando un bolsa gigantesca y sanguinolenta, probablemente el despiece de un mamut, ardí en deseos de hacer lo mismo con él.
“Lamento haberte hecho esperar”
“No te preocupes” - dije rescatando la voz de la afonía. - “¿No crees que es un poco tarde para hacer una barbacoa? Yo ya me siento agasajado y no quiero que tu mujer me odie profundamente.”
“No pasa nada. Es pronto.” - y sin darme más explicaciones se enzarzó a llamar y ser llamado a través de su móvil.
No me lo podía creer. Acabábamos de volver a cruzar por enésima vez la inmensa ciudad de Riad. En una punta un amigo le acababa de prestar una gran parrilla que enseguida deduje se adecuaba al tamaño del mamut descuartizado. Lo peor llegó doscientos kilómetros más tarde. Parecía ser que le había pedido prestado a otro amigo...un criado. El pobre infortunado sería el encargado de preparar la barbacoa. Así que estábamos sentados en el coche, en silencio, esperando al hombre en cuestión que yo suponía felicísimo hiendo al desierto a las once de la noche a preparar una barbacoa para un gilipollas español.
“Creía que íbamos a ser nosotros los que íbamos a preparar la barbacoa”.
Me miró como si se me hubiera ido la chola
“No... para eso están los criados”.
“En Occidente la barbacoa es algo que preparan los padres de familia.”
“Oh, aquí también. Nos ayuda un criado”.
En efecto llegó el individuo que resultó ser de Bangladesh con una cara de sueño que daba grima. Abdullah liberó el seguro y el hombre se acomodó en el asiento trasero sin emitir ni una palabra. Abdulla recapituló :
“Tengo la carne, la parilla y el criado. No me falta nada más.”
“¿Y el carbón?”
“Oh, no te preocupes, hay gente en el desierto que vende leña.”
A aquellas alturas de la noche la respuesta ya no me parecía extraña.
“Sí, me falta algo, tengo que llamar a un amigo para hacer la barbacoa juntos. Que hace tiempo que no nos vemos”.- saltó en el asiento. Apoyé la cara contra el cristal de la ventanilla con cara de vencido.
Hacía tiempo que no veíamos las luces de Riad. De hecho no se veía nada mas que la estrecha franja que las luces del cadillac iluminaban delante nuestro. Así supe que abandonamos la carretera para adrentarnos en una pista arenosa sin asfaltar. Y empezamos a subir y bajar, subir y bajar. Comprendí que íbamos tranquilamente navegando a través de las dunas. A nuestra espalda el criado se mantenía imperturbable mirando al frente como si esperara una orden nuestra y no le importara para nada lo que ocurría a su alrededor.
Debía ser que las dunas eran diferentes o algo era reconocible para Abdullah porque se detuvo y corrijió la dirección en un momento dado. En efecto, tal como había predicho, allí en medio del desierto más confuso un individuo iluminado por una luz de bombona de gas vendía haces de madera para hacer barbacoas. De lo más normal del mundo.
El criado se bajó solícito y cargó en la parte trasera unos cuantos kilos de madera mientras Abdullah pagaba a través de la ventanilla unos riales arrugados.
Regresamos a las dunas hasta que mi socio dijo “aquí” como si ese “aquí” tuviera algún referente espacial. Alrededor nuestro no había nada. Oscuridad profunda y los flancos de las dunas que los faros del coche alcanzaban iluminar. Nada más.
“¿Y ahora?”
Para responderme el hombre de Bangla Desh empezó a desplegar las alfombras, excavar el nido de las brasas, encender la madera y poner la parrilla sobre las mismas. Abdullah y yo tranquilamente le mirábamos apoyando el trasero en el costado del coche.
Abstraidos contemplando tanto despliegue de esfuerzo mi vista se distrajo con un coche que avanzaba en linea recta a unos cien metros de distancia, justo enfrente nuestro. No me había dado cuenta de la existencia de la carretera entre tanta oscuridad. Regresé la vista a las brasas cuando de repente oí un enorme estruendo. El Mercedes que había visto pasar delante nuestro ahora estaba tumbado en la cuneta. Abdullah dio un respingo y se marchó precipitadamente hacia él. Hice ademán de seguirle pero me detuvo, tal vez desconfiando de mi segura torpeza al caminar por un desierto de dunas. Transcurrió media hora en que seguí la acción desde lo alto de una duna muy cercana a la barbacoa donde el criado, sin inmutarse, ya depositaba la carne sobre el metal candente. Ví como Abdullah ayudó a un hombre – en Arabia Saudita el conductor sólo puede ser un hombre puesto que las mujeres tienen prohibido conducir – a salir del coche y lo sentaba en la cuneta. No podía saber si estaba herido porque permanecía sentado agarrando la cabeza entre las rodillas mientras Abdullah parecía atareado en el interior del coche. Grité un par de veces “May I help?” pero no parecían oirme. Por la derecha llegó un coche de la policía con las luces destellantes en marcha. Supuse que Abdullah lo habría llamado a través del móvil. Un policía descendió del coche y habló con el supuesto herido y con mi socio. Al cabo de unos minutos se marchó. Se apagaron las luces del Mercedes Benz y ya no pude ver qué ocurría. En eso justo frente a mí emergió Abdullah jadeando. Cuando se recuperó le pregunté qué había pasado.
“Es un hombre de negocios de Jeddah que se dirige a Riad. Se ha despistado y se ha salido de la carretera. Con el golpe ha explotado el airbag y se ha quedado medio inconsciente. Lo he sacado del coche pero me ha pedido que encontrara su maletín. Luego ha llegado la patrulla de policía...”
“¿Lo has llamado tú? “ - interrumpí.
“No, no, pasaba por aquí y ha visto el accidente. Pero no pueden llevar al hombre al hospital. Han llamado por radio a una ambulancia pero no hay ninguna cerca. Han tenido que seguir patrullando y me he ofrecido a llevarlo yo mismo a un hospital de Riad.”
“¿Así que nos vamos? ¿Y qué hacemos con la carne?”
Abdullah echó un vistazo a la parrilla.
“No, nos vamos. Hacemos una cosa, llevo al hombre a Riad y te dejo aquí . Me llevo también al criado que no nos va a hacer más falta. Tu vigila la parrilla y vas dando la vuelta a la carne con las pinzas. Si llega mi amigo no te preocupes, habla inglés.”
Sonreí ante lo que parecía una broma.
“¿Quieres decir que me dejas aquí sólo, en medio del desierto, dando vueltas al cordero?”
“No pasa nada. Volveré en un hora. Es cuestión de humanidad”.
Y antes de que protestara de nuevo ya partía con el cadillac y el pasajero de Bangladesh. Supongo que tardé un rato en percatarme de la situación en que me hallaba. Solo, completamente solo en medio de la nada, con doce kilos de carne de cordero y con el resplandor de las brasas como única iluminación. Miré hacia mi amigo el móvil que mostraba un desconsolador “sin cobertura”.
Extraído de "Cocina del Mediterráneo Oriental", por Xavier Molina