La verdad es que no sabía qué posición adoptar para dejar a la posteridad un cadáver lo más digno posible. Era un dilema. Abandonado en medio del desierto, aterido de frio, al menos no hambriento pero un poco harto de cordero. Esperaba el alba para tratar de alcanzar la carretera y encontrarme con alguien que se dignara a llevarme de vuelta a Riad. O tal vez las luces del alba me desvelaran en medio de un pueblo o de un campamento beduino oculto ahora por la oscuridad, tras las dunas. No era la primera vez que había visto algo así. En Riad era normal que las familias cenaran en los descampados que se abrían entre los edificios. Al circular por las grandes avenidas el resplandor de las hogueras añadían humanidad y nostalgia por el desierto a una ciudad hecha para los automóviles. Imaginaba a aquellas familias que iluminadas en claroscuro por la fogata se podían sentir de nuevo libres en el desierto ajenas a la urbe que los había esclavizado con una engañosa prosperidad.
Transcurrió algo más de una hora. Al principio di algunos paseos sin perder de vista los rescoldos pero al final, completamente helado, opté por sentarme y recoger las rodillas entre mis brazos. Miré al cielo y no vi ninguna estrella, probablemente ocultas por la luz de Riad o por las nubes, ni tampoco pasó un solo coche ni oí ruido alguno salvo el crepitar de las brasas que ya se apagaban. El cordero ya estaba en su punto y la grasa empezaba a solidificarse colgando como estalactitas de la parrilla. El criado había cortado el cordero en pedazos suficientemente pequeños para constituir un bocado, sazonados abundantemente con sal. Aburrido fui picando, disfrutando del sabor de una carne recién sacrificada. El sacrificio de las reses según el rito musulmán sigue unas reglas precisas que exigen que la carne sea completamente desangrada. Para desangrar animales grandes es necesario que su corazón continue bombeando sangre y por ello los matarifes les destrozan el cráneo pero no los llegan a matar. Las carnes blancas de las carnicerias musulmanas son el fruto de una agonía inimaginable.
Ya había tomado la decisión de acercarme a la carretera cuando el ruido de un coche rodando sobre la pista entre dunas donde me hallaba me hizo levantarme de un salto. Un gran Cadillac con los faros apagados se detuvo a unos metros de las brasas. Pero no era Abdullah. Un hombre tocado con el pañuelo blanco de los paises del Golfo salió rápidamente del coche para detenerse parapetado tras la puerta. Yo tampoco era quién él esperaba. Se trataba de un hombre de poca estatura, alrededor de los cuarenta, con el bigotillo ralo y el turbante recogido sobre las orejas, tal y como suelen llevarlos los hombres de Kuwait o los Emiratos. Tras escrutarme se dirigió a mí en árabe. Hice el gesto de no comprender qué me decía. Me preparé para reaccionar violentamente. Podía tratarse de cualquiera. Un asaltador de caminos o un traficante de drogas. Me habló entonces en inglés.
“So you are the friend of Abdullah, the spanish, aren't you?”
Bajé los brazos y suspiré. Aquel individuo y su acompañante, un sirio de Damasco que era a la vez su criado, eran los amigos de mi socio.
“Abdullah me dijo que estaría aquí, ¿por qué no está?”
Desistí de preguntarle cómo había encontrado aquel lugar enmedio de la nada y pasé directamente a explicarle lo acontecido a lo largo de aquella jornada. Le pedí ayuda para llevarme al menos al aeropuerto en caso de que Abdullah no regresara. Levantó los brazos de manera muy teatral, “¡ no se preocupe, aún quedan muchas horas para su vuelo ! “. Eran las tres de la mañana.
El sirio avivó una hoguera aprovechando algunos rescoldos que aún humeaban y se dispuso a preparar el té sobre ella. Luego cogió la cabeza del cordero y la enterró envuelta en papel de aluminio entre los carbones al rojo. A los cinco minutos llegó Abdullah y los dos hombres se saludaron al modo tradicional árabe, besándose las mejillas y recitando cerca de la oreja una especie de suave plegaria cuyo significado desconocía. Mi socio explicó sorbiendo el té con menta cómo había llevado al herido al hospital de Riad y que a la mañana siguiente vendría una grua a llevarse el coche averiado. Distraidamente cogíamos de la parrilla los trozos de cordero que el hambre hacía más exquisitos de lo que en realidad eran. Así, escuchando el relato de Abdullah, comiendo cordero y bebiendo té, en la fría y cerrada noche del desierto comprendí aquella añoranza que los saudíes sentían por la vida que llevaban sus abuelos, por muy miserable que fuera. Como me dijo un beduino una vez también en Riad, ellos no tenían nada excepto el desierto y eso les hacía los hombres más ricos del Mundo.
Serían las tres y media cuando el ruido de otro coche avanzando por la senda nos puso a todos en alerta. De un elegante Lexus descendieron dos hombres negros enormes que nos saludaron en árabe. El mayor de ellos, que haría dos metros de altura y otros dos de hombro a hombro, me agitó como un pelele al darme la mano. Me dijo algo que no entendí. En un correcto inglés se extrañó de que fuera vestido de árabe, pareciera árabe y sin embargo no hablara nada de árabe. Abudllah se acercó y nos dió un amistoso golpe en los hombros explicándole que yo era español y estábamos allí para hacer una barbacoa de despedida. El hombre dijo que “pasaban por allí” y “habían visto” el ténue resplandor de las brasas. Comprendí que no se conocían y de hecho aquel hombretón negro, con mirada suplicante, me rogó como invitado que a su vez le invitara para poder unirse al festín. “Naturalmente”, le respondí. De nuevo avergonzado me explicó que no tenía nada que aportar y le hizo un signo de que no importaba pero fui interrumpido por su compañero que desde el coche agitaba lo que me pareció una bolsa de celofán. Se dirigió hacia él.
Abdullah aprovechó para explicarme su “reconfortante” visión de la integración racial.
“Descienden de los negros que eran esclavos nuestros pero que ahora son saudíes como nosotros. Con los mismos derechos y todo. Por supuesto que todas las familias nos conocemos y no nos mezclamos con ellos, pero por todo lo demás iguales a nosotros.”
Nos acomodamos de nuevo alrededor de la hoguera y los dos nombres negros se acercaron para colocar un montón de magdalenas sobre la parrilla. Como si lo más normal fuera mezclar carne de cordero con paquetes de la Bella Easo. “Es que no teníamos nada más”, se excusó, y a nadie pareció importarle. Eran ya las cinco, el cordero se había acabado, no quedaba té y me resignaba a perder el avión ante la aparente tranquilidad de los contertulios. No contaba con la facilidad que tiene el árabe para levantar las mesas y dar por concluida la velada. En unos esperanzadores cinco minutos los dos hombres negros desaparecieron con su potente Lexus después de haberse deshecho en agradecimientos y el criado sirio ya había lavado los vasos con que habíamos bebido el té, rascado la parrilla y enrollado las alfombras. De nuevo ceremoniosas despedidas y cuando ya nos dirigíamos a nuestros respectivos coches Mohammed, el amigo de Abdullah, recordó la cabeza de cordero enterrada entre las brasas. Agitó la ceniza y rescató la ennegrecida bola de papel de aluminio. La abrió lentamente y allí estaba la cabeza descarnada, con los ojos vacíos, chamuscada y espantosa. Me sonrió mientras me la tendía. Estaba cansado, somnoliento y mareado, así que rechacé la horrible visión con una leve sonrisa. Tenía una terrible migraña y la cabeza parecía a punto de estallar. Crecía un ruido sordo en su interior cada vez más potente, más fuerte, amenazante. Hasta que me di cuenta que el ensordecedor rugido no estaba en mi cabeza sino fuera de ella. Todavía era de noche pero sobre mi se proyectaba una inmensa fiera que cubría todo el cielo. Me tiré al suelo boca abajo sin comprender qué sucedía. Pasó por encima mio en unos segundos devastadores, golpeando con su ruido todo mi cuerpo. Alcé la vista y sobre mi, a pocos metros, un gigantesco Boeing 747 tomaba tierra como un meteorito debe impactar sobre la Tierra. Y así, como rezando hacia la Meca, ladeé la cabeza y allí estaba Abdullah de pie, impertérrito, mirando con infantil sonrisa el aterrizaje del avión.
“Es el primer avión que aterriza hoy en el aeropuerto de Riad” y sin más me hizo un gesto de que le acompañara al coche. Así supe que habíamos hecho la barbacoa al lado de las pistas de aterrizaje.
Transcurrió algo más de una hora. Al principio di algunos paseos sin perder de vista los rescoldos pero al final, completamente helado, opté por sentarme y recoger las rodillas entre mis brazos. Miré al cielo y no vi ninguna estrella, probablemente ocultas por la luz de Riad o por las nubes, ni tampoco pasó un solo coche ni oí ruido alguno salvo el crepitar de las brasas que ya se apagaban. El cordero ya estaba en su punto y la grasa empezaba a solidificarse colgando como estalactitas de la parrilla. El criado había cortado el cordero en pedazos suficientemente pequeños para constituir un bocado, sazonados abundantemente con sal. Aburrido fui picando, disfrutando del sabor de una carne recién sacrificada. El sacrificio de las reses según el rito musulmán sigue unas reglas precisas que exigen que la carne sea completamente desangrada. Para desangrar animales grandes es necesario que su corazón continue bombeando sangre y por ello los matarifes les destrozan el cráneo pero no los llegan a matar. Las carnes blancas de las carnicerias musulmanas son el fruto de una agonía inimaginable.
Ya había tomado la decisión de acercarme a la carretera cuando el ruido de un coche rodando sobre la pista entre dunas donde me hallaba me hizo levantarme de un salto. Un gran Cadillac con los faros apagados se detuvo a unos metros de las brasas. Pero no era Abdullah. Un hombre tocado con el pañuelo blanco de los paises del Golfo salió rápidamente del coche para detenerse parapetado tras la puerta. Yo tampoco era quién él esperaba. Se trataba de un hombre de poca estatura, alrededor de los cuarenta, con el bigotillo ralo y el turbante recogido sobre las orejas, tal y como suelen llevarlos los hombres de Kuwait o los Emiratos. Tras escrutarme se dirigió a mí en árabe. Hice el gesto de no comprender qué me decía. Me preparé para reaccionar violentamente. Podía tratarse de cualquiera. Un asaltador de caminos o un traficante de drogas. Me habló entonces en inglés.
“So you are the friend of Abdullah, the spanish, aren't you?”
Bajé los brazos y suspiré. Aquel individuo y su acompañante, un sirio de Damasco que era a la vez su criado, eran los amigos de mi socio.
“Abdullah me dijo que estaría aquí, ¿por qué no está?”
Desistí de preguntarle cómo había encontrado aquel lugar enmedio de la nada y pasé directamente a explicarle lo acontecido a lo largo de aquella jornada. Le pedí ayuda para llevarme al menos al aeropuerto en caso de que Abdullah no regresara. Levantó los brazos de manera muy teatral, “¡ no se preocupe, aún quedan muchas horas para su vuelo ! “. Eran las tres de la mañana.
El sirio avivó una hoguera aprovechando algunos rescoldos que aún humeaban y se dispuso a preparar el té sobre ella. Luego cogió la cabeza del cordero y la enterró envuelta en papel de aluminio entre los carbones al rojo. A los cinco minutos llegó Abdullah y los dos hombres se saludaron al modo tradicional árabe, besándose las mejillas y recitando cerca de la oreja una especie de suave plegaria cuyo significado desconocía. Mi socio explicó sorbiendo el té con menta cómo había llevado al herido al hospital de Riad y que a la mañana siguiente vendría una grua a llevarse el coche averiado. Distraidamente cogíamos de la parrilla los trozos de cordero que el hambre hacía más exquisitos de lo que en realidad eran. Así, escuchando el relato de Abdullah, comiendo cordero y bebiendo té, en la fría y cerrada noche del desierto comprendí aquella añoranza que los saudíes sentían por la vida que llevaban sus abuelos, por muy miserable que fuera. Como me dijo un beduino una vez también en Riad, ellos no tenían nada excepto el desierto y eso les hacía los hombres más ricos del Mundo.
Serían las tres y media cuando el ruido de otro coche avanzando por la senda nos puso a todos en alerta. De un elegante Lexus descendieron dos hombres negros enormes que nos saludaron en árabe. El mayor de ellos, que haría dos metros de altura y otros dos de hombro a hombro, me agitó como un pelele al darme la mano. Me dijo algo que no entendí. En un correcto inglés se extrañó de que fuera vestido de árabe, pareciera árabe y sin embargo no hablara nada de árabe. Abudllah se acercó y nos dió un amistoso golpe en los hombros explicándole que yo era español y estábamos allí para hacer una barbacoa de despedida. El hombre dijo que “pasaban por allí” y “habían visto” el ténue resplandor de las brasas. Comprendí que no se conocían y de hecho aquel hombretón negro, con mirada suplicante, me rogó como invitado que a su vez le invitara para poder unirse al festín. “Naturalmente”, le respondí. De nuevo avergonzado me explicó que no tenía nada que aportar y le hizo un signo de que no importaba pero fui interrumpido por su compañero que desde el coche agitaba lo que me pareció una bolsa de celofán. Se dirigió hacia él.
Abdullah aprovechó para explicarme su “reconfortante” visión de la integración racial.
“Descienden de los negros que eran esclavos nuestros pero que ahora son saudíes como nosotros. Con los mismos derechos y todo. Por supuesto que todas las familias nos conocemos y no nos mezclamos con ellos, pero por todo lo demás iguales a nosotros.”
Nos acomodamos de nuevo alrededor de la hoguera y los dos nombres negros se acercaron para colocar un montón de magdalenas sobre la parrilla. Como si lo más normal fuera mezclar carne de cordero con paquetes de la Bella Easo. “Es que no teníamos nada más”, se excusó, y a nadie pareció importarle. Eran ya las cinco, el cordero se había acabado, no quedaba té y me resignaba a perder el avión ante la aparente tranquilidad de los contertulios. No contaba con la facilidad que tiene el árabe para levantar las mesas y dar por concluida la velada. En unos esperanzadores cinco minutos los dos hombres negros desaparecieron con su potente Lexus después de haberse deshecho en agradecimientos y el criado sirio ya había lavado los vasos con que habíamos bebido el té, rascado la parrilla y enrollado las alfombras. De nuevo ceremoniosas despedidas y cuando ya nos dirigíamos a nuestros respectivos coches Mohammed, el amigo de Abdullah, recordó la cabeza de cordero enterrada entre las brasas. Agitó la ceniza y rescató la ennegrecida bola de papel de aluminio. La abrió lentamente y allí estaba la cabeza descarnada, con los ojos vacíos, chamuscada y espantosa. Me sonrió mientras me la tendía. Estaba cansado, somnoliento y mareado, así que rechacé la horrible visión con una leve sonrisa. Tenía una terrible migraña y la cabeza parecía a punto de estallar. Crecía un ruido sordo en su interior cada vez más potente, más fuerte, amenazante. Hasta que me di cuenta que el ensordecedor rugido no estaba en mi cabeza sino fuera de ella. Todavía era de noche pero sobre mi se proyectaba una inmensa fiera que cubría todo el cielo. Me tiré al suelo boca abajo sin comprender qué sucedía. Pasó por encima mio en unos segundos devastadores, golpeando con su ruido todo mi cuerpo. Alcé la vista y sobre mi, a pocos metros, un gigantesco Boeing 747 tomaba tierra como un meteorito debe impactar sobre la Tierra. Y así, como rezando hacia la Meca, ladeé la cabeza y allí estaba Abdullah de pie, impertérrito, mirando con infantil sonrisa el aterrizaje del avión.
“Es el primer avión que aterriza hoy en el aeropuerto de Riad” y sin más me hizo un gesto de que le acompañara al coche. Así supe que habíamos hecho la barbacoa al lado de las pistas de aterrizaje.
extraido de "Cocina del Mediterráneo Oriental" por Xavier Molina